Descubrí la filosofía clásica, antigua y medieval, en mi época universitaria. El entusiasmo por la filosofía se lo debo al padre José Alarcón, quien me fue mostrando autores y libros que me eran desconocidos, pues, en los años 70 lo único que se nos enseñaba, en la universidad nacional en donde empecé mi formación universitaria, era el marxismo y sus diversos revisionismos. En estos umbrales de estudio me encontré con los libros del filósofo Carlos Cardona (1930-1993). Leí, medité y gocé sus publicaciones: Metafísica de la opción intelectual, su comentario al Discurso del método de Descartes, Metafísica del bien común, Metafísica del bien y del mal, Ética del quehacer educativo, Olvido y memoria del ser (en diálogo con Heidegger), Aforismos, sus poemas Tiempo interior. Como suele pasar con las lecturas, un autor jala a otros autores. Siguieron Cornelio Fabro, Etienne Gilson, Lluis Clavell, Tomás Melendo, Augusto del Noce; Kierkegaard.
Carlos Cardona me abrió el horizonte intelectual, sacándome del “intelectualismo” al que tendía por esos tiempos. Su visión antropológica ponía sobre la mesa el papel de la voluntad y la afectividad, no sólo como un asunto al que debía atenderse, sino como dimensiones que conforman a la persona en su integridad, quien es la que entiende, quiere, ama, siente. La metafísica, cuyo núcleo es el acto de ser, está presente en toda reflexión sobre la realidad. El acto de ser es el radical más profundo de toda criatura, así como en lo más menudo y cotidiano de nuestra jornada. Glosando un dicho de José Ramón de Dolarea, poeta y uno de los primeros profesores de la Universidad de Piura, se podría decir que la metafísica está, incluso, cuando nos atamos los pasadores de las zapatillas. Desde esta perspectiva se entiende mejor los títulos de los libros de Carlos Cardona.
Mi mayor hallazgo desde la lectura de Carlos Cardona fue la centralidad del amor en la biografía de los seres humanos. Para pensar bien, decía, hay que tener un buen amor en el corazón. Existe un momento moral en la orientación del pensamiento y, también, una continuidad entre la metafísica y la ética. Estas no son provincias encajonadas en sus propias murallas y recovecos. Son dimensiones comunicadas y entretejidas de tal manera que se puede decir lo que decía Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate: “sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor”.
Cardona, a través de Fabro, encuentra una mina de oro en el pensamiento de Kierkegaard, de quien recuerda -entre otros asertos- que lo esencial en la trayectoria humana es la posición del ser humano “solo, ante Dios, y para siempre”, de ahí que “la filosofía sea una tarea sustancialmente ética y que trasciende la física. Estoy completamente persuadido de que, como decía también Kierkegaard, lo que la época necesita, en el más profundo sentido, puede decirse total y completamente en una sola palabra: necesita… eternidad” (Memoria y olvido del ser, p. 160). Nuestro destino no está en la inmortalidad anhelada por el transhumanismo, ni el bienestar material o emocional de la sociedad consumista, lo que requerimos es la eternidad, pues en lo más íntimo de nuestro ser tenemos nostalgia del Ser. “Nuestro ser -anota Cardona- no es “para-la-muerte”. Nuestra existencia temporal es un gozoso retorno al Amor Esencial, al Amor que desde toda la eternidad y hacia la eternidad nos requiere” Idem, p. 160).
En las pequeñas acciones decidimos nuestra eternidad. Ninguna de ellas es irrelevante para el balance final y, aunque nos preocupe la plaga de la corrupción ética en la cosa pública, importa aún más que llevemos esa preocupación a mejorar la calidad ética de nuestra propia vida.