La señora Blanco, una mujer aragonesa afincada en Cataluña, se quedó viuda a mediana edad, sin hijos, y decidió dedicar el resto de su vida a ayudar a quienes más lo necesitaban. Con un corazón generoso, abrió un comedor social en su hogar, donde cada mediodía recibía a aquellos que pasaban por la necesidad, especialmente los transeúntes. Muchos le ayudaban en esta tarea, y todo era hecho con gran alegría, ya que la base de todo era la generosidad.
Sin embargo, un día uno de los comensales le preguntó: «¿Cuánto cobramos?» A lo que la señora Blanco, sorprendida, respondió que no cobraban nada. La reacción del hombre fue una mueca de burla, como si no pudiera creer lo que había oído. Este gesto dejó una profunda reflexión en la señora Blanco, quien comprendió que esa persona, tan pobre, no podía ser generosa. La generosidad, en su verdadera esencia, requiere que tengamos algo para dar: ya sea nuestro tiempo, nuestras sabidurías, nuestro cariño o nuestros bienes materiales. Solo cuando somos conscientes de que poseemos algo valioso para ofrecer podemos verdaderamente ser generosos.
Es importante recordar que la generosidad es un acto libre y creador. «Libre», porque lo hacemos sin esperar nada a cambio, sin la intención de obtener un agradecimiento o reconocimiento. Si buscamos esos objetivos, ya no estamos actuando generosamente, sino comprando un tipo de recompensa. Y «creador», porque la generosidad tiene el poder de transformar la realidad, de crear una nueva realidad de fraternidad, unidad y apoyo mutuo.
Sin embargo, la generosidad también debe ser calculada. No se trata de dar más de lo que podemos ofrecer, ya que esto podría comprometer nuestra propia existencia. Al mismo tiempo, no se debe caer en el error de calcular tan estrictamente que nos volvamos tacaños, incapaces de dar lo que verdaderamente podemos. La generosidad requiere un balance adecuado para que sea sostenible y genuina.
Por último, nunca debemos confundir la generosidad con la lástima. La lástima, en muchas ocasiones, es un sentimiento egoísta que busca el alivio personal al ver el sufrimiento ajeno. Un ejemplo de esto lo ilustra una conversación con una persona que, en momentos de tristeza, se dedicaba a visitar enfermos para sentirse mejor al compararse con su situación. Este tipo de actitud no es generosidad, ya que no busca el bienestar del otro, sino el propio consuelo.
La generosidad, en su verdadera forma, es una acción altruista, que nace del corazón, que busca el bienestar del prójimo y que tiene el poder de transformar, tanto al que da como al que recibe. Es un acto de amor puro, que debe ser libre, calculado y, sobre todo, nunca confundido con la lástima.