Semana Santa

Cristo pasa y en estos días lo hace con la cruz a cuestas y nos mira con mirada de amor clemente y solicito

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La semana Santa pone en evidencia el amor vivido en su máxima expresión. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito, haciendo lo que ningún padre haría: desprenderse de su hijo. Lo hizo desde el momento en que le hombre lo traiciona, lo rechaza. Pudo tomarse la revancha, mostrarse indiferente con lo ocurrido o al extremo, repudiarlo. Sin embargo, responde desprendiéndose del ser amado, porque era El único que, siendo Dios al hacerse hombre, podía pagar la culpa. El hombre no reparó a quien ofendía porque fue obnubilado por la soberbia y por el egoísmo.  Dios, no obstante, si supo a quién debía de perdonar. Como conmueve un Dios que no se detiene ante la malicia, ante el desprecio y ante la ofensa (Precisamente, una de sus últimas palabras antes de morir fue: “Padre, Perdónales que no saben lo que hacen”) más pudo su misericordia que lo llevo a comprenderlo y amarlo en su radical realidad y circunstancia.

Dios no sólo entrego a la muerte a su Hijo, además, decidió reducirlo a nuestra condición humana permitiendo que naciera de mujer. Es a través de María que Jesús ingresa a nuestra historia, que se allana a las coordenadas temporales; quien no tenía límites se puso fronteras; quien no poseía cuerpo, se encarnó; quien no sabía de hambre, sed y el dolor, los experimento intensamente; y, quien conocía el amor recíproco, fue traicionado y despreciado.

Nace Jesús con un sino definido: morir crucificado por ti y por mí. Como Dios, sabía lo que iba a sucederle y por eso anticipó el oprobio, la injusticia y los tormentos que iba a padecer. Sin embargo, no adelanto su tiempo, no modifico las leyes naturales ni menos osó modificar lo que su Padre le tenía deparado. Lo suyo fue esperar pacientemente la llegada del día previsto, mientras tanto iba enseñando y cambiando la historia.

La última cena fue el preludio. Pronto subiría al Padre. Pero también quiso pasar una velada entrañable con sus discípulos. Ardientemente deseo ese momento. Quería irse, pero al mismo tiempo, quedarse. Difícil disyuntiva. Se queda realmente presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad a través de la institución de la Sagrada Eucaristía. En ella se queda como alimento y como presencia real en todos los Sagrarios del mundo.


Luego se dirige al Huerto de Getsemaní. Allí rostro en tierra oraba: “Padre mío, si es posible, pasa de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero sino como quieras Tu”. Como Hijo de Dios anticipaba, vivenciando con toda intensidad la crueldad e ignominia que iba a sufrir. Como hombre experimentaba rechazo ante el dolor. ¡Soledad de Jesús! Sus amigos más íntimos lo abandonan. Tan penetrante, violento e intenso fue ese momento que el evangelio dice que sudó sangre. Pero más pudo el amor a su Padre y a los hombres. Con su respuesta, Cristo le da un nuevo sentido al sufrimiento: lo convierte en redentor y salvador. De este modo, hace posible que el hombre no muera, sino que tenga vida eterna. El hombre protesta ante el dolor. Quiere conocer su sentido y buscar una respuesta e increpa a Jesús, sin reparar que Él le responde cosido a una cruz.

De Herodes a Pilatos, una noche larga y tediosa en la que Cristo sufrió toda suerte de oprobios, sufrimientos, fue abofeteado, escupido, azotado y coronado de espinas; para colmo, fue condenado a morir por temor a los judíos. Como un criminal le hicieron cargar con la cruz, pero El no sólo la cargó, sino que se abrazó a ella como signo de nuestra redención. Camino al calvario, voces y actitudes embravecidas, insultos por doquier se apostaron a la vera del camino. Abrazado de la cruz, a pesar del cansancio extremo, no obstante, los soldados por recelo que no vaya a alcanzar la cima, “echaron mano de un tal Simón de Cirene que venía del campo y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús”. Con este mínimo gesto de ayuda, Dios quiso implicar a los hombres en su misión salvífica.

En la oscura soledad de la pasión, la Virgen María, su madre, da a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad, un sí a la voluntad divina. ¡Cómo le agradecería esa mirada a su Madre!  Fue, luego, crucificado permaneciendo cosido a la cruz durante tres largas y dolorosas horas, hasta que finalmente entrego su Espíritu a su Padre. Muere Jesús para que los cristianos vivamos como como hijos de Dios; con su dolor nos ganó ese derecho. Además, restituye la gracia y los dones sobrenaturales y les abre las puertas del cielo. Al dolor, misterio para el hombre, le da un valor santificante. Cristo pasa y en estos días lo hace con la cruz a cuestas y nos mira con mirada de amor clemente y solicito, ¿seremos los cristianos tan superficiales y ligeros como para no calibrar las muestras de amor entrañable que Jesús nos ofrenda con su pasión y muerte?