Libertad e igualdad (Página Indómita, 2021) es el título de la última conferencia que Raymond Aron (1905-1983) pronunció en el Collège de France en 1978. El prólogo y edición está al cuidado de uno de sus más destacados discípulos Pierre Manent. No tiene pierde la lectura sosegada de la conferencia ni el prólogo que sitúa el pensamiento del maestro. Como buen observador de la realidad, Aron medita en las libertades de carácter empírico e histórico propias de una sociedad liberal y democrática.
Gusta hablar más de libertades que de libertad, de ahí que las agrupe en tres grandes conjuntos: libertades personales (seguridad, tránsito, elección de trabajo, libertad religiosa -opinión, expresión, comunicación-), políticas (votar, protestar, reunirse) y sociales (salud, educación). La enumeración no es taxativa. De todas ellas, enfatiza las libertades personales, reales por excelencia. Mira a estas libertades en contrapunto con el Estado mirado como poder: un poder para proteger esas libertades y ellas mismas baluartes para defendernos del poder, ya en su forma estatal o en su manifestación empresarial (cfr. pp. 53-60). Aron se mueve en este círculo del poder muy propio de la guerra fría, una dialéctica descarnada de gobernantes y gobernados, poder y opresión, mando y obediencia fácilmente observable en los totalitarismos políticos reinantes y en las prácticas industriales desconocedoras del lado humano de las organizaciones.
Me parece, particularmente importante, la observación que hace sobre el contraste del contenido de las libertades que ya se observa en la década de los 70. Hasta entonces, se pensaba al hombre libre como la persona razonable que acepta su condición de ciudadano y las leyes de la sociedad (cfr. p. 79). Por el contrario, la visión que emerge en esta década es la figura del hombre libertario, aquel que busca la liberación de los deseos hasta el punto de ver al Estado y sus instituciones como los enemigos dado que limitan las libertades individuales. Ve Aron, en esta última actitud, un rechazo del principio de realidad, buscándose la liberación del principio del placer para que emerja el eros (cfr. p. 81). Esta deriva a la liberación de los deseos, que recién se asomaba en los 70, es ya patente en la actual cultura occidental: Alasdair MacIntyre la llama expresionismo.
Con claridad y agudeza Aron indica que todo régimen debe definirse por una legitimidad y por un ideal. La legitimidad se asiente en las libertades políticas, las libertades personales y los procedimientos electorales. Es la dimensión procedimental en la que desembocado la democracia de nuestro tiempo. Por el contrario, señala el mismo Aron el ideal se ha debilitado, la vida virtuosa del ciudadano ha ido desapareciendo como un elemento conformador del régimen democrático. Afirma, con pesar, “que ya no sabemos en nuestras democracias dónde está la virtud. Y lo cierto es que las teorías de la democracia y las teorías del liberalismo siempre incluyeron algo así como la definición del ciudadano virtuoso o de la forma de vivir que se ajustaría al ideal de una sociedad libre (p.81)”.
Termina su conferencia con esta inquietante reflexión: “¿es posible dar estabilidad a regímenes democráticos cuyo principio de legitimidad consiste en las elecciones y cuyo ideal estriba en el derecho o la libertad de que cada uno elija no solo su camino en la vida, lo cual es justo, sino también su concepción del bien y del mal? El caso es que hoy me parece sumamente difícil hablar de forma seria, ya sea en los institutos o en las universidades, de los deberes de los ciudadanos. Pienso que cualquiera que se atreva a hacerlo parecerá pertenecer a un mundo desaparecido” (p.82). Este es, me parece, el problema más urgente que ha de enfrentar la democracia contemporánea: continuar con los procedimientos y dar cabida a los ideales, a las virtudes de la ciudadanía.
Una democracia de meros procedimientos sólo flota. Asimismo, una democracia que reduce su legalidad a la conquista del poder para medrar desde él, se ubica en el metaverso de la realidad: un mundo desvinculado de los latidos del corazón del ciudadano de a pie. La democracia real, la democracia peruana, para ser consistente ha de fundarse en ideales compartidos y en una memoria viva de su historia de cuyas raíces se nutre el tronco sano de su futuro: origen, promesa y destino.