Puede sonar un tanto pretencioso el título, pues en realidad, será el paso del tiempo quien nos diga si Benedicto XVI merece entrar en el selecto grupo de los clásicos y en el exclusivo club de los santos. Sirvan, sin embargo, estas breves reflexiones a vuelapluma, para encuadrar algunas de las líneas maestras de su vida y su pensamiento, de aquello que deja a la Iglesia y al mundo.
Es difícil elegir por dónde comenzar. Podríamos señalar detalles anecdóticos que perfilan su figura, como puede ser su amor por la música clásica, Mozart en particular, o su afición por los gatos. Pienso, sin embargo, que no me equivoco en señalar que su gran ambición, la gran tarea de su pensamiento ha sido elaborar una síntesis entre fe y razón, mostrando cómo ambas van de la mano, y cómo la Iglesia y el Mundo las necesitan, para hacer de ellas un lugar más humano, acorde a la dignidad de los hijos de Dios.
En un marco negativo, podría describirse su lucha como un decidido enfrentamiento con la “dictadura del relativismo”, cómo el mismo la llamó en vísperas de ser elegido Papa. En ámbito positivo, en cambio, tenemos todos sus esfuerzos por abrir caminos de diálogo con quienes no pensaban como él. Diálogos de altura intelectual, que mantuvo siendo primero cardenal y después Papa, con personalidades como Jürgen Habermas, Marcello Pera, Paolo Flores d´Arcais, Piergiorgio Odifreddi, por citar algunos. Más de fondo, está su iniciativa, titulada “El Atrio de los Gentiles”, diseñada como un espacio abierto para dialogar por ateos, agnósticos y librepensadores.
En este sentido, sea como cardenal o como Papa, mantuvo un intenso contacto con los teólogos que podríamos calificar de “rebeldes”. Icónico es el ejemplo de Hans Küng, con quien se reunió al poco tiempo de ser elegido Papa, con quien mantenía una larga amistad, desde los años anteriores al Concilio Vaticano II. Tuvo la habilidad de dialogar con otros igualmente importantes de la historia reciente de la Iglesia, entre los que pueden mencionarse Johann Baptist Metz o Gustavo Gutiérrez.
Otra característica definitoria del Papa Emérito fue su amor por la liturgia. La contemplaba como algo vivo que se va desarrollando. Quizá es este el único aspecto donde tuvo un desencuentro con su sucesor, Francisco. En efecto, Benedicto XVI estableció el rito extraordinario de la liturgia latina, es decir, reconoció la validez de la Misa de San Pío V y el misal de Juan XXIII. Francisco, en cambio, restringió esta forma litúrgica, imponiéndole una serie de candados. La humildad del Papa Emérito le llevó a callar y a aceptar las disposiciones del Papa reinante.
No se puede hablar de Benedicto XVI sin tocar el espinoso y doloroso expediente de la pedofilia en la Iglesia. Si bien ya san Juan Pablo II impuso algunas normas para evitarla, realmente quien se hizo cargo del problema y le plantó cara valientemente, fue Benedicto XVI. Reformó la normativa de la Iglesia para atajar tan abominable delito, escribió documentos, como su “Carta a los Católicos de Irlanda” donde recoge todos los ángulos del problema; pidió perdón una y otra vez, y se reunió en sus viajes con las víctimas de tan horrendo crimen. Las leyes que estableció, el diálogo con la autoridad civil, las medidas disciplinares que tomó, así como su política de “tolerancia 0”, pusieron las bases para erradicarla del seno de la Iglesia.
Luego están los temas de sus cartas encíclicas. Claramente van a lo esencial: La caridad, la esperanza y la fe, que dejó incompleta, y la concluyó y firmó Francisco. Personalmente pienso que la más necesaria es su encíclica sobre la Esperanza, pues viene a regar un mundo cansado y hostil. Luego están sus largos encuentros con periodistas, los diversos escritos que publicó en diálogo con Peter Seewald o Vittorio Messori y, ¡cómo no!, su maravillosa obra, en tres entregas, “Jesús de Nazaret”. En dicha obra aúna erudición, espiritualidad, y asombro ante el misterio central de la historia de la humanidad. El hecho insólito de que Dios se haya hecho hombre. Si creemos en ello, cambia nuestra visión de la vida y el mundo. Benedicto XVI expresa en dicha obra su fe, con un hondo fundamento teológico y racional, de forma que consiste en uno de sus testamentos más valiosos. Al final, de Benedicto XVI nos quedará un inmenso e invaluable corpus doctrinal, que sintetiza en forma muy profunda y a la vez accesible, cómo es posible pensar el mundo y hacer frente a sus problemas desde la perspectiva de la fe.