La frescura de un milagro

Si Dios no nos ha abandonado, nosotros no deberíamos abandonar el esfuerzo por hacer del mundo y de la Iglesia, un lugar mejor

La visión del mundo y de la Iglesia puede ofrecer una sensación de zozobra y abatimiento, fruto de una experiencia de inquietud y agobio constantes. La guerra entre Israel y Palestina, que no parece tener solución acorde con la dignidad humana; la guerra entre Rusia y Ucrania, que se va eternizando; la escalada imparable de violencia en México… Unido a ello, la dolorosa situación de la Iglesia, que amenaza cisma por dos flancos: los reformistas radicales de Alemania, o los conservadores tradicionalistas, críticos del Papa Francisco, de Estados Unidos y varias partes del mundo por otra; el Sínodo de la Sinonodalidad fuertemente cuestionado por algunos cardenales y muchos medios católicos. Uno no halla donde poner la mirada y experimenta una sensación de congoja, frustración e impotencia.

Y, en medio de ese pandemónium, de ese tétrico escenario surrealista en el cual vivimos, una bocanada de aire puro, un punto de luz al final del túnel, una señal de esperanza, un milagro, en definitiva, que muestra empíricamente cómo Dios no se ha ausentado de la historia humana, no ha abandonado al hombre a la vorágine de sus propias fuerzas, que lo conducen a la espiral de la aniquilación. Y, como siempre, ese milagro se concede a la gente sencilla, normal, a una cristiana de a pie, a una joven adolescente, que recupera asombrosamente la vista en el Santuario de Fátima durante la última Jornada Mundial de la Juventud. Dios muestra así, una vez más, su predilección por los pequeños, por los sencillos.

Y así, mientras altos jerarcas de la Iglesia y católicos prominentes discuten en Roma sobre el futuro de la Iglesia durante el Sínodo, Dios vuelve a manifestar su Providencia, que escapa a toda planificación y estrategia eclesial. Vuelve a mostrar, como en Lourdes y Fátima, su predilección por los pequeños y los sencillos, mostrando así quiénes son en realidad los verdaderos protagonistas de la Iglesia. De paso, al dejar su huella, aporta un signo claro de cómo no se ha ausentado de la historia humana y de que, cuando quiere, interviene directamente en el devenir histórico de los hombres.


El milagro de Jimena, la chica ciega de 16 años que acudió a la JMJ acompañando a un grupo de colegialas del Opus Dei, se muestra entonces como una auténtica bocanada de aire puro, en el pesado aire de la Iglesia y del mundo. Más allá de polémicas eclesiales, de conflictos bélicos mundanos, de tensiones políticas, Dios actúa de modo directo, donde quiere y cuando quiere. Nos muestra así, fehacientemente, cómo es un error grave el intento de construir el mundo de espaldas a Él, al tiempo que nos da motivos de esperanza: no estamos solos. No tenemos que alcanzar la propia salvación exclusivamente con nuestros propios medios. No podemos, abandonados a nuestras frágiles fuerzas y mezquinos intereses, construir el paraíso con nuestras propias manos aquí en la Tierra. Nos muestra así también, cómo todavía podemos tener legítimas esperanzas humanas -como la paz del mundo o la salud espiritual de la Iglesia-, aunque no veamos claramente el camino para alcanzarlas, precisamente porque no estamos solos. No debemos confiar sólo en nuestras pobres fuerzas y frágiles estrategias. Nos enseña, en definitiva, cómo sólo la gran esperanza sobrenatural -la vida eterna- nos da fuerza y aliento para no abandonar la lucha por alcanzar nuestras legítimas esperanzas humanas.

Jimena entra así a formar parte del selecto grupo de privilegiados, que han sido beneficiados directa e inequívocamente, por una intervención de Dios; en este caso a través de la Virgen, sea bajo su advocación de Fátima -lugar donde se curó-, o de las Nieves -fecha litúrgica en la que se curó y a la que estaba haciendo una novena, pidiendo expresamente por su curación, junto con sus familiares y amigos-. Este hecho real, verificable, inexplicable, sirve para dejar acta de cómo Dios no se ha ausentado del devenir humano y, de paso, cómo suele hacerse presente, más que en los grandes eventos o de cara a los poderosos, en los pequeños, en las personas que tienen una fe sencilla, descomplicada, auténtica. En resumen, nos demuestra, simple y llanamente, cómo Dios no se ha bajado del barco de la humanidad, y que, precisamente por eso, podemos seguir manteniendo la esperanza contra toda esperanza. En efecto, si Dios no nos ha abandonado, nosotros no deberíamos abandonar el esfuerzo por hacer del mundo y de la Iglesia, un lugar mejor; el empeño por construir, en definitiva, la “civilización del amor”, en expresión de san Juan Pablo II.