El Papa Francisco ha publicado la Bula de convocación del Jubileo 2025, Spes non confundit (SNC, la esperanza no defrauda), haciendo memoria de su sentido como aparece en la Palabra de Dios. Esto es, ser signo de esperanza, sostenida en la fe y ejercitada por la caridad (amor fraterno), que promueve la justicia con los pobres, las víctimas y los excluidos (Lc 4,18-19); una justicia social, liberadora e integral de toda desigualdad, injusticia, esclavitud, usura y maldad (SNC 10-16). Efectivamente, como nos muestran los estudios bíblicos y teológicos junto a la filosofía o las ciencias humanas, la realidad de la justicia social, que asimismo enseña el magisterio la iglesia con su moral (DSI), tiene su base en la Sagrada Escritura. Como es el Acontecimiento del Éxodo, los Libros Sapienciales, los Profetas, el Evangelio de Jesús, los Escritos Paulinos, Joánicos o la Carta de Santiago.
Dios mismo es la (nuestra) Justicia (Jr 33, 16) y nos la regala para que nosotros la acojamos, la transmitamos y pongamos en práctica, fomentado un mundo más justo, con equidad y fraterno. Este Don de la justicia, que nos santifica y libera del mal e injusticia, siempre opta por la defensa de la vida, de la dignidad y promoción liberadora e integral con los pobres de la tierra y las víctimas de la historia (Sal 82, 3; Is 1, 17). Es el Dios de la vida, de la misericordia y la justicia liberadora con los pobres, que quiere establecer la Alianza y Promesa con los pueblos para una vida en santidad, fidelidad compasiva y justicia. Por ello, así lo visibilizan estos libros bíblicos y proféticos, el auténtico culto (Is 58) y conocimiento de Dios (Jer 22,6) van unidos inseparablemente a la praxis de la justicia liberadora con los otros, con los pobres y las víctimas.
Esta Revelación de Dios culmina en la Encarnación y Evangelio de Jesucristo (SNC 17) que, junto con su madre María (Lc 1, 46-55), nos llama primeramente (Mt 6, 24-34) a buscar el Reino de Dios y su justicia con los pobres, los hambrientos y oprimidos. Frente al pecado, el egoísmo e ídolos de la riqueza-ser rico, del poder y la violencia (Lc 6, 20-35). La Gracia del Amor de Dios que se acoge en la fraternidad solidaria y la justicia con los pobres, presencia (sacramento) real de Cristo pobre y crucificado, es criterio decisivo (definitivo) para la salvación plena-eterna (Mt 25, 31-46). Recogiendo toda esta enseñanza bíblica y teológica El Sínodo de Obispos de 1971, dedicado a esta realidad esencial e imprescindible, nos comunica que “la acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presenta claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio. Es decir, la misión de la Iglesia para la redención del género humano y la liberación de toda situación opresiva”.
De esta forma, en la misma misión de la iglesia fiel a Jesús se encuentra vivamemente este coherente compromiso que “realiza la justicia social” con los pobres, con los trabajadores y explotados por la injusticia en el mundo. Tal como, tan proféticamente, enseña San Juan Pablo II en su primera encíclica social sobre el trabajo (LE 8; 11-15). La iglesia, nos sigue transmitiendo este Papa santo ahondando el magisterio de Pio XI, ha afirmado realmente “el papel positivo del conflicto cuando se configura como «lucha por la justicia social». Ya en la Quadragesimo anno se decía: «en efecto, cuando la lucha de clases se abstiene de los actos de violencia y del odio recíproco, se transforma poco a poco en una discusión honesta, fundada en la búsqueda de la justicia»” (CA 14). Se observa, pues, como la DSI con su antropología fraterna e integral siempre conectan la libertad con la justicia social, la participación democrática con la igualdad, la solidaridad y la subsidiariedad, el bien común más universal y la no violencia que llevan a la paz. Oponiéndose, por tanto, a todos los totalitarismos e injusticias del neoliberalismo, del capitalismo, del comunismo colectivista, del fascismo u otros fundamentalismos e integrismos, que disocian estas conexiones antropológicas y éticas.
La justicia social, ya claramente transmitida y testimoniada por la Tradición de la Iglesia con los Santos Padres, asume (condensa) los tipos de justicia general y distributiva, unidas al principio del bien común, que nos enseña igualmente Santo Tomás de Aquino. Como transmite Francisco, “haciendo eco a la palabra antigua de los profetas, el Jubileo nos recuerda que los bienes de la tierra no están destinados a unos pocos privilegiados, sino a todos” (SNC 16). Las condiciones dignas e históricas con los derechos para el desarrollo humano integral, que conforman el bien común promovido por la virtud clave de la solidaridad, no se puede separar del destino universal de los bienes, el reparto justo de los recursos, que como principio está por encima de la propiedad (LE 14).
De ahí que, continuando con esta tradición de la justicia social inspirada en la fe, el Papa afirme: “vuelvo a hacer mías y a proponer a todos unas palabras de san Juan Pablo II cuya contundencia quizás no ha sido advertida: «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno». En esta línea recuerdo que «la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada». El principio del uso común de los bienes creados para todos es el «primer principio de todo el ordenamiento ético-social», es un derecho natural, originario y prioritario” (FT 120).
Reafirmando este significado del Jubileo que trae la paz unida a la justicia social, Francisco nos llama a terminar con el mal de las guerras e industria militar con sus armamentos (SNC 8) y de la usura e injusticias de las deudas (como las externas); cuyos bienes y recursos se deben destinar al desarrollo integral de estos pueblos más empobrecidos (SNC 15). Se trata de acabar con esta cultura de la muerte y del descarte como sufren los presos, los ancianos o los migrantes, impidiendo la vida de dichos grupos sociales descartados, de los niños, sofocando la natalidad, de las familias y del planeta tierra (SNC 9-15). Todo ello va en contra de la ecología humana e integral, clave de la DSI con los Papas como San Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Una verdadera solidaridad y justicia social, apuntamos, protectoras del trabajo decente, con sus derechos sociales como es un salario justo para el trabajador y su familia, que tiene la prioridad sobre el capital, está antes que el beneficio, la ganancia y el lucro (LE 12-13). Esta justicia social con un trabajo digno, especialmente, es muy importante para el futuro y esperanza de los jóvenes (SNC 12).
Vemos como todos estos signos de justicia y esperanza, que nos trae el Reino del Dios Trinitario manifestado en Cristo y consolidado por los Concilios como el de Nicea (SNC 17), nos abren al “«Creo en la vida eterna». Así lo profesa nuestra fe y la esperanza cristiana encuentra en estas palabras una base fundamental. La esperanza, en efecto, «es la virtud teologal por la que aspiramos […] a la vida eterna como felicidad nuestra»” (SNC 19). Una justicia y esperanza, en Cristo Crucificado-Resucitado, que ya ha vencido a toda injusticia, al mal y a la muerte, testimoniadas por los santos y mártires (SNC 20). Y que “encuentra en la Madre de Dios su testimonio más alto. En ella vemos que la esperanza no es un fútil optimismo, sino un don de gracia en el realismo de la vida” (SNC 24).