Historicidad de la Virgen de Guadalupe

Cuatro puntos de apoyo: histórico, arqueológico, científico y sociológico

Para los no iniciados en las lides históricas, puede resultar sorprendente que exista alguna duda sobre la historicidad de las apariciones de la Virgen de Guadalupe. De hecho, es el santuario religioso más visitado del mundo (más aún que san Pedro en el Vaticano o la Meca en Arabia Saudita). Sin embargo, así cómo otros santuarios religiosos católicos despiertan sospechas históricas -como por ejemplo Santiago de Compostela o la Virgen del Pilar-, también la Virgen de Guadalupe -mucho más reciente- las suscita.

No se debe pensar que, quienes dudan de las apariciones sean furibundos laicistas, ateos beligerantes o evangélicos fanáticos. Las dudas, a lo largo de los siglos, han sido sostenidas por este tipo de personas, pero también por piadosos sacerdotes, religiosos, fervientes católicos, eruditos no religiosos y por el último Abad de la Basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg Prado. Por hacer un breve listado, podemos mencionar a los siguientes:

  • Siglo XVI: Fray Bernardino de Sahagún y Fray Francisco de Bustamante (ambos franciscanos).
  • Siglo XVIII: Juan Bautista Muñoz y Fray Servando Teresa de Mier (dominico).
  • Siglo XIX: Joaquín García Icazbalceta.
  • Siglo XX: Edmundo O´Gorman, P. Stafford Poole C.M. (Congregación de la Misión de San Vicente de Paúl), Richard Nebel, P. Guillermo Schulenburg Prado, y el P. Carlos Warnholtz Bustillos, estos dos últimos, Rector y Arcipreste de la Basílica de Guadalupe respectivamente.
  • Siglo XXI: Gisela von Wobeser.

¿Por qué se duda de la historicidad de las apariciones de la Virgen de Guadalupe? Sería pretencioso buscar dirimir en este breve artículo el contencioso de siglos entre autores aparicionistas y antiaparicionistas. Pero, quizá la duda histórica más consistente se funda en que no se conserva mención alguna del hecho en el epistolario de Fray Juan de Zumárraga, franciscano él, quien fuera el primer obispo de México y ante quien se verificó el milagro de quedar impresa la tilma de san Juan Diego con la imagen de la Virgen de Guadalupe. Lo lógico sería, de haberse verificado el suceso, que le faltara tiempo para consignarlo tanto a las autoridades civiles como eclesiásticas del momento y quedaran documentos del milagro en los archivos del arzobispado de México. Pero no, no los hay. Tampoco se conserva la fe de bautismo de san Juan Diego, ni sus restos, no se sabe dónde fue enterrado. Con estos huecos históricos, no se precisa mala fe para dudar de la historicidad de las apariciones.

¿Qué se puede decir al respecto? Digamos que la argumentación a favor de la realidad de las apariciones de la Virgen de Guadalupe tiene cuatro puntos de apoyo: histórico, arqueológico, científico y sociológico.


Históricamente hablando, ¿cómo explicar el silencio de Fray Juan de Zumárraga? Pues constatando cómo, corporativamente, los franciscanos se opusieron a la veracidad de las apariciones durante todo el siglo XVI. Encabezados por Fray Bernardino de Sahagún -quizá la persona que mejor conoció las tradiciones mexicas en su tiempo- pensaban que se trataba de un caso de sincretismo. Simplemente los indígenas querían restaurar el culto a Tonantzin -que tenía un templo en el cerro del Tepeyac, lugar de las apariciones-, madre de los dioses. Para Sahagún los indígenas querían simplemente volver a sus cultos paganos, con camuflaje de devoción mariana. En cambio, los dominicos, encabezados por el segundo arzobispo de México, Alonso de Montufar, promoverían esta devoción en el siglo XVI. Digamos que, análogamente a las dudas de santo Tomás sobre la resurrección de Jesucristo, la duda de los franciscanos nos hace más bien que su credulidad. ¿Por qué? Porque se desmonta de raíz la creencia -difundida por grupos evangélicos y laicistas- de que se trató de un invento de las autoridades religiosas de ese tiempo para atraer a los indígenas a la fe católica. Esa hipótesis no se sostiene, desde el momento en que Sahagún llega a denominar a la Virgen de Guadalupe “diabólica superstición”. A partir del siglo XVII los franciscanos aceptaron la realidad de las apariciones.

Arqueológicamente hablando se confirma su autenticidad por los descubrimientos que sobre la cultura náhuatl se realizaron en el siglo XX. Así, la antropóloga norteamericana Helen Behrens describía en 1945 a la tilma de Guadalupe como un “enjambre de símbolos”. Arqueólogos y antropólogos han sustentado suficientemente que, en realidad, el manto guadalupano representa un auténtico códice prehispánico, cargado de símbolos que sólo los indígenas podían interpretar. Es decir, los evangelizadores españoles no tenían ni idea de lo que representó para los indios el manto guadalupano. Sólo percibieron sus efectos, pero para el indígena, los símbolos contenidos en el códice guadalupano, impreso en la tilma de san Juan Diego, suponían una continuidad y no una ruptura con sus antiguas tradiciones. La imagen les hablaba en su propio idioma, en sus categorías mentales. Por eso, san Juan Pablo II reconoció que la Virgen de Guadalupe era el ejemplo perfecto de la inculturación del evangelio: de cómo el evangelio se hace cultura, de forma que no resulta algo extraño, ajeno o colonizador, sino algo propio.

Sociológicamente hablando, la prueba está -y es un hecho histórico suficientemente sustentado- en las conversiones en masa que, a partir de 1531, fecha de las apariciones, se dieron en México. Es un hecho documentado que los primeros 10 años de la evangelización (1521-1531) produjeron frutos más bien magros. En cambio, a partir de Guadalupe, el mismo arzobispo tuvo que pedir permiso al Papa para realizar bautismos multitudinarios, documentándose la conversión, en pocos años de millones de indígenas. Esa realidad sociológica se percibe aún hoy, en el Santuario de Guadalupe, donde la fe sencilla del pueblo continúa reivindicando su autenticidad.

Por último, nos encontramos con la prueba científica del origen sobrenatural de la imagen. Pruebas que se consolidaron únicamente hasta el siglo XX. Aunque ya a finales del siglo XVIII se hicieron tres copias de la Imagen de Guadalupe, sobre el mismo material en el que está plasmada -tilma de agave popotule- para ver cuanto tiempo duraban. Ninguna superó los 20 años de duración. La Tilma original, en cambio, estuvo 116 años a la intemperie, expuesta a la humedad del lago de México, al humo de las veladoras y a los besos de los indígenas. Resistió un accidente en el que le cayó ácido en el siglo XVIII y, más portentosamente, resistió el atentado del 14 de noviembre de 1921, cuando Luciano Pérez Carpio, trabajador de la Secretaría Particular de la Presidencia de la República, colocó dinamita delante de la sagrada Imagen, por orden directa del Presidente -corrían tiempos de persecución religiosa en México-, dejando intacta la tilma, mientras doblaba la cruz del altar y los candelabros, todos de bronce.

Más impresionantes son los descubrimientos que se han realizado a lo largo del siglo XX al analizar los ojos de la imagen. Resumiendo apretadamente esos hallazgos se puede considerar como sólidamente demostrado que: los ojos parecen vivos, es decir, como un ojo humano vivo, en concreto se observa el efecto “Purkinje-Sanson”, según el cual, en el ojo se pueden ver reflejadas hasta cuatro imágenes de lo que está contemplando. Obviamente, esto se da en escala milimétrica, imposible de realizar con las técnicas pictóricas que había en el siglo XVI, o incluso actualmente, sin ayuda de una computadora. Además, ampliando más de 2000 veces las imágenes de los ojos de la Virgen, el investigador peruano José Aste Tönsmann descubrió hasta 13 personajes grabados en ellos. Algunos que se pueden documentar históricamente: el mismo Juan Diego, Fray Juan de Zumárraga, su traductor y una esclava de raza negra que trajo consigo el obispo vasco. Obviamente, todas estas imágenes, que están presentes en la tilma, constituyen un hallazgo inexplicable humanamente, lo que permite asentar, sin temor a duda, su origen sobrenatural.