Quieren estas breves líneas representar un sencillo homenaje a quien fuera por casi 20 años secretario personal, primero de Joseph Ratzinger, más tarde Benedicto XVI. Al mismo tiempo, quieren llamar la atención sobre un aspecto medular de la espiritualidad cristiana: la autoridad está para servir. El “poder” en la Iglesia es servicio. Desde san Gregorio Magno, el Papa ostenta el título: “Servus servorum Dei” (“Siervo de los siervos de Dios”). En tercer lugar, busca reflexionar, con este telón de fondo, en la figura del “Secretario Personal del Papa” y cómo ha evolucionado esta figura con el tiempo. Al hacerlo, busco poner hincapié en el hecho de que quien detenta este cargo es una persona, con sus ilusiones, ideales y metas, que un momento de su vida ha desempeñado una función preeminente y después se encuentra con la difícil tarea de reinventarse, teniendo un pesando background sobre sus espaldas y recorrido un gran trecho de su vida.
Como en tantas cosas, la historia es maestra de la vida, particularmente lo es en la bimilenaria historia de la Iglesia. En ella se comenzó a tomar conciencia del particular y delicado papel que desempeña el secretario personal del Papa con Pasquale Macchi, quien fuera secretario personal primero de Giovanni Battista Montini, san Pablo VI después, desde 1954 a 1978. Fue, por razón de su cargo durante 24 años y especialmente los últimos 15, cuando era secretario del Papa, una figura de enorme influencia eclesiástica. Digamos que era alguien con acceso directo al Papa, y el que le presentaba al Pontífice los asuntos para trabajar en el día a día. Podríamos decir, representaba el último filtro que resguardaba al Pontífice y, por ese solo hecho, tenía un puesto de gran poder e influencia dentro de la Iglesia.
Pero, al morir san Pablo VI, Pascuale Macchi no era nadie. De un día para otro perdió todo ese poder eclesial, esa privilegiada influencia, y fue relegado al ostracismo en una pequeña población italiana. Diez años después de la muerte de san Pablo VI, san Juan Pablo II buscó enmendar la página, pues representaba una forma de ingratitud y resentimiento eclesial con quien antaño desempeñara una posición privilegiada, de forma que lo nombró Prelado de Loreto y lo consagró obispo. Esta actitud de recelo, resentimiento y envidia representa una de las más dolorosas plagas del mundo clerical, revelando muchas veces la superficialidad de las relaciones y la falsedad de las sonrisas. Tristemente, con frecuencia, el universo de la jerarquía eclesiástica adolece de hipocresía. En esos momentos difíciles se conoce quienes en realidad eran tus amigos y, la amarga realidad muestra que no son tantos como se esperaba.
San Juan Pablo II era consciente de ese peligro, y no quería que le pasara algo similar a su amado secretario particular, Mons. Estanislao Dziwisz, que estuvo a su lado a lo largo de cuarenta años, ¡toda una vida! Por eso lo nombró primero obispo y más tarde arzobispo. Tenía intención de ponerlo al frente de la Iglesia de Cracovia, como una forma de dejarlo bien parado dentro de la Iglesia cuando él -san Juan Pablo II- ya no estuviera. No lo pudo hacer en vida, porque no quedó vacante esa diócesis, pero Benedicto XVI, buen conocedor de los deseos de su predecesor, cuando quedó libre la arquidiócesis de Cracovia, nombró arzobispo de dicha ciudad a Monseñor Dziwisz y lo creó Cardenal. El Cardenal Dziwisz desempeñó ese cargo hasta su renuncia, por motivos de edad, en el 2016. Tuvo el privilegio de haber vivido durante 40 años junto a san Juan Pablo II y haber encontrado una colocación “digna” a la ausencia de este.
Benedicto XVI quiso tomar providencias similares a las de san Juan Pablo II con su propio secretario personal, Monseñor Georg Gänswein, para que a su partida no quedara “descolocado” quien fuera su más estrecho colaborador, ni fuera víctima del desagradecimiento eclesial, tristemente frecuente en la Iglesia, cuando la “rueda de la fortuna” no corre a tu favor. Para conseguirlo pocos meses antes de renunciar -en diciembre del 2012- lo nombra “Prefecto de la Casa Pontificia”, lo consagra arzobispo en enero de 2013, y renuncia en febrero del mismo año, siendo el primer papa moderno en tomar tan drástica e histórica decisión. Lo normal, al ser nombrado Pontífice, es que el Papa confirme a las personas que desempeñaban puestos de importancia en la Iglesia y que poco a poco los vaya sustituyendo con su propio equipo, según sean las circunstancias. Así sucedió con Georg Gänswein, quien continuó por diez años oficialmente como “Prefecto de la Casa Pontificia”, aunque desde el 2020 Francisco, sin quitarle el nombramiento, lo retira del ejercicio de ese encargo. A partir de entonces se dedica exclusivamente a acompañar al Papa Emérito en la recta final de su vida.
En el 2023, después de vivir 30 años en Roma, Gänswein vuelve a su tierra natal donde encontró una humilde acogida como canónigo de la catedral de Friburgo. Se encuentra con 67 años, la plenitud de sus capacidades intelectuales y la nada fácil tarea de reinventarse a esas alturas de la vida. Ha pasado de estar “en el ojo del huracán” y ser testigo directo y protagonista de una de las páginas más singulares de la historia de la Iglesia -la renuncia de un Papa y el ser secretario particular del Papa Emérito- a ocupar una modesta posición periférica, secundaria y oculta en su tierra natal. Para hacer frente a esos altibajos de la fortuna se requiere de una profunda vida espiritual y de una acendrada sabiduría de vida, así como una visión sobrenatural que ayude a redescubrir la belleza de servir y pasar ocultos. Como diría san Josemaría, a Monseñor Gänswein le toca ahora vivir el “ocultarse y desaparecer, que sólo Jesús se luzca.” Humanamente hablando no es fácil, sobrenaturalmente es muy fecundo.
Respecto a los “secretarios particulares” como en tantos otros aspectos de la vida de la Iglesia, Francisco ha sido revolucionario. Desde siempre el Papa ha denunciado el “carrierismo” en el seno de la Iglesia; es decir, la puja clerical interna por quedar siempre bien parado y alcanzar sucesivamente posiciones de mayor relevancia. Una manifestación de ello es que cambia con frecuencia de Secretario Particular, de modo que no haya ninguna figura que se vincule estrechamente a su persona, como lo fueron Dziwisz para san Juan Pablo II y Gänswein para Benedicto XVI. Digamos que vive la clásica consigna: “que todos te conozcan, que nadie te abarque.” Hasta el momento de redactar estas líneas han sido secretarios particulares suyos: Alfred Xuereb, Fabián Pedacchio Leaniz, Gonzalo Aemilius S.J. y Daniel Pellizon.
A quienes recordamos con cariño y admiración a Benedicto XVI no nos resta sino tener un profundo agradecimiento a quien fuera su más estrecho colaborador durante 20 años, y manifestarlo orando por él, para que pueda vivir, con garbo y paz, esta nueva etapa de su vida, de forma que encuentre la felicidad. Finalmente, lo importante en la vida y en la Iglesia no es ocupar cargos y puestos de responsabilidad, sino amar y saberse amados. La Iglesia, de hecho, es una realidad sobrenatural, que se asemeja más a una familia que a una estructura jurídica jerárquica, en la que algunos buscan afanosamente encontrar una buena colocación, como si fuera una estructura puramente humana.