Francisco me irrita

¡Cuánto bien me hace!

Sí, Francisco me irrita. Pero tengo un pequeño problema. Somos amigos desde hace veinte años.

Entré en su despacho en el segundo piso de la Avenida Rivadavia 415 en Buenos Aires por primera vez el 7 de junio del 2001. Sabía que iba a ser una reunión breve. “Monseñor – le dije muy educadamente – gracias por recibirme. No le quitare mucho tiempo. La situación es la siguiente: un generoso cliente mío se ha ofrecido a donar un dinero para que se distribuyan en todas las parroquias de Argentina un CD con el documental de Testigo de Esperanza de mi amigo George Weigel (biógrafo del entonces Juan Pablo II). Como Usted es el arzobispo de Buenos Aires y primado de Argentina tendría que distribuirlos por toda Argentina, pero si usted no quiere los CD, para mí, mucho mejor, porque mi cliente se ahorra la donación, yo el trabajo y todos contentos. Además, y con todo respeto, sé que usted está muy ocupado y yo, sin ser nadie, tampoco estoy para perderlo.”

Por un momento hubo silencio. Aunque estaba sentado, cayó ligeramente hacia atrás, sin duda abrumado por el huracán (¿arrogante?) que le acababa de colocar. Aún estoy viendo sus zapatos negros, uno de ellos algo deforme. “Sí, sí me interesa” contesto. “Los distribuiré”. Medio en broma medio en serio conteste: “Pues me hace usted una faena porque ahora me tengo que poner a traducir el texto, conseguir los CD y mandárselos”. “Bueno, pues muchas gracias” – dije empezando a levantarme para irme con la misión cumplida. “Siéntese, por favor” me dijo amablemente.

Y así empezó todo. Charlamos un rato más, me invito a visitarle cuando volviera a Buenos Aires y me acompañó al ascensor. Ahí, los dos solos de pie, el tiempo – literalmente – se paró cuando me miró fijamente a los ojos y me suplicó – literalmente me suplicó: “Por favor, rece y haga rezar por mí”. “Por supuesto, Monseñor” es lo único que acerté a decir. Se cerró el ascensor.

No sé, querido lector, si a usted alguien le ha suplicado alguna vez algo. No me refiero a pedir. Me refiero a suplicar. Es muy distinto. Una súplica genera en el que la escucha un dolor. Una sensación de inadecuación. Nadie me había suplicado nada nunca hasta entonces y nadie lo ha hecho hasta hoy. Tanto es así que, desde entonces, cada vez que fui a Buenos Aires me recibió en el mismo despacho y lo primero que le decía – por no oírle suplicarme otra vez – “Monseñor, sepa que rezo y hago rezar por Usted”. Invariablemente contestaba como quien se quita un peso de encima. “Se lo agradezco. Muchas gracias”.

Durante esas conversaciones hemos hablado de todo con una confianza, naturalidad y sencillez desarmante. Cuando le contaba a Ana, mi mujer, el contendido de nuestra conversación le decía: “Estar con Bergoglio es estar con la sencillez personificada”. No es que Francisco no se crea nadie, es que se sabe nadie, que es muy distinto. A lo largo de esos doce años – hasta que fue elegido Papa – también hablamos de los siete años que llevaba con trabajo, pero sin ganar un céntimo y al consultarle el tema me dijo “el Señor le ha evitado situaciones que hubieran puesto en peligro su alma …” y aún nos quedaban cuatro años más. ¡Cuánto bien nos hicieron esos once años!

Estuve con él recién concluido el conclave que eligió a Benedicto XVI y, por respeto, teniendo confianza sobrada para hacerlo nunca le saqué el tema de su posible elección a la silla de Pedro, algo de lo que se hablaba abiertamente. Cada 17 de diciembre le llamaba a su despacho para felicitarle por su cumpleaños. Cuando el 17 de diciembre de 2011 cumplió 75 años (edad en que todos los obispos presentan su renuncia automática al Papa) no pude resistirlo más y al contestar el teléfono sin mediar palabra le dije en tono jocoso y provocador “¡¡¡Monseñor, que se va a librar!!!”, a lo que contestó con una gran carcajada y cambió de tema.


Volvamos a lo nuestro. Francisco me irrita. Me irrita que cuando le subían a primera clase en los vuelos de Buenos Aires a Roma cediera su asiento a otra persona. Me irrita que hable de economía cuando tengo la impresión que no es lo suyo y me obliga a pensar más en los demás. Me irrita que en enero de 2018 casara “sobre la marcha” a dos asistentes de vuelo que, ya casados civilmente, tenían dos hijas y, “no habían tenido tiempo para casarse” según informaba la prensa. “¿Tanto valora Francisco el matrimonio que casa a esta pareja sobre la marcha?”, pensé.

Casualmente al año siguiente Ana y yo celebrábamos nuestros 35 años de matrimonio. Se me planteaba un problema. “Estoy irritado con él por haber casado a los chilenos, pero ¿de verdad que conociendo al Papa no le voy a pedir que nos reciba a toda nuestra familia, aunque sea medio minuto?”, pensando que, con mucha suerte, en caso de acordarse de mí nos invitaría a Misa en Santa Marta a las siete de la mañana, un saludo y fuera. Me merendé mi orgullo – sí, mi orgullo – y le escribí. A las tres semanas nos llegó una carta de monseñor Gänswein diciéndome que el Papa Francisco nos recibiría a toda la familia en una audiencia privada, algo que no había pedido. ¡Cuánto disfrutamos! Y todo porque me merendé mi orgullo. ¿Realmente sabía yo que había visto Francisco en esos dos chilenos que casó sobre la marcha? No. ¿Es asunto mío? No. ¿Conozco realmente lo que pasó? No. ¿Quién soy yo para juzgarle? Nadie.

Mi impresión es que Francisco dirige sus palabras al hermano menor de la parábola del hijo pródigo y como yo soy el hermano mayor – lo soy en mi familia de sangre y de mentalidad también –, me irrita. Llevo demasiados años oyendo lo maravilloso que soy por no abortar, no matar a nadie, no robar … Pero, ¿Cómo está mi alma? Con toda probabilidad dura, como la del hermano mayor que le dice a su padre: “pero cuando vino este hijo tuyo, que ha consumido tus bienes con rameras, mataste para él el becerro engordado …”.

Recientemente le escribí una carta y al poco tiempo otra. Contestó las dos el mismo día que le llegaron en una sencilla hoja de papel y de puño y letra, a mí – ¡a mí! -, el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo. Menos mal que Francisco me irrita. ¡Cuánto bien me hace! Cuando me escribe sus cartas empiezan con “querido hermano” y terminan con “rezo por usted, su familia. Por favor, no se olviden de hacerlo por mí”. ¿Qué más se puede pedir en esta vida?