Tal parece que el aborto se ha convertido en “la manzana de la discordia”, en signo de contradicción. Muchas veces se vuelve el elemento determinante, definitorio, de las opciones políticas. Los países y dentro de ellos la política, se atrincheran en posiciones inexpugnables: o a favor o en contra. Quizá donde mas vivamente se experimenta esa batalla es en los Estados Unidos. Prácticamente divide al país en dos porciones: pro-vida y pro-muerte están dispuestos a pelear cada milímetro del territorio.
Tristemente, el pasado 7 de noviembre, se engrandeció el territorio en donde existe el “derecho a matar”. Un referéndum determinó incluir en la constitución del Estado de Ohio, el “derecho a abortar”, que se introduce en el Artículo 1º sección 22, bajo el título de: “El derecho a la libertad reproductiva con protecciones para la salud y la seguridad”. La redacción del artículo es lo suficientemente ambigua como para que quepa, con algunas condiciones, discrecionales, la posibilidad de abortar hasta el 9º mes del embarazo. En principio el limite estaría en el momento en que el feto sea viable -es decir, pueda vivir fuera del seno materno-, pero si a juicio del médico es necesario realizarlo para proteger la vida o la salud de la madre, se puede efectuar después. Y no olvidemos que, si por salud se entiende también “salud psíquica”, todo cabe en ese presupuesto.
Y así, mientras estados como Texas, Misuri, Oklahoma, Utah, Idaho, Wyoming, Dakota del Norte y Dakota del Sur, restringen el acceso al aborto, otros, como Ohio, lo reconocen como derecho en su constitución. Pero hay algo que huele mal en el caso de Ohio, pues en ese estado no entro el aborto como suele entrar: a través de una decisión judicial -es decir, de un grupo pequeño de personas que imponen su particular ideología-, o por medio de un debate parlamentario -más difícil, porque el grupo que presiona para imponer el aborto debe ser más grande-. Sucede, sin embargo, en esos casos, que las decisiones no representan, usualmente, la forma de pensar de las mayorías, de la gente normal, sino a un grupo activista o a una pequeña elite intelectual que logra manejar los mecanismos de poder. Pero en Ohio no fue así, pues el aborto entró por la puerta grande, a través de un referéndum, mostrando así, inequívocamente que la mayoría de sus habitantes lo sostienen y respaldan la cultura de la muerte.
Ese solo hecho representa una derrota para la civilización, para el humanismo, para la dignidad de la persona, que se convierte en papel mojado, una vez que el derecho a vivir presuponga el participio “deseado”. Significa que la mayoría de la gente está dispuesta a usar de la violencia -el aborto es un acto violento- contra los inocentes para resolver sus problemas. La radiografía espiritual de ese estado evidencia así cómo ha cuajado una mentalidad contraria al valor de la vida humana y a la dignidad de la persona. Muestra, de forma incontrovertible, que los que defendemos la vida somos minoría, lo cual supone un auténtico eclipse de la civilización. En poco tiempo hemos vuelto al paganismo y echado en saco roto dos mil años de cultura cristiana; nuevamente la vida no vale nada.
La sentencia de Roe vs Wade fue en su momento un auténtico golpe de mano de una minoría activista hábilmente organizada. Su reciente anulación obligó a sincerarse a la sociedad en los Estados Unidos, posicionándose a favor o en contra de la vida. Chocan en ese contexto dos pilares de la cultura americana: el pragmatismo, que busca la forma más fácil y sencilla de resolver problemas, sin hacerse mayores complicaciones morales, con la raíz cristiana de su cultura, gracias a la cual “todos son iguales ante la ley” (Declaración Universal de Derechos Humanos, n. 7), presupuesto fundamental de toda democracia que se precie. Lo práctico vs el valor de la persona.
Ciertamente, perdimos una batalla, no la guerra. Pero descubrimos también, con horror, cómo las raíces de la “cultura de la muerte” son profundas. No es solo cuestión de mostrar evidencia científica de que el embrión y el feto son seres vivos de la especie humana, como sugiere el Papa, sino que se trata de una auténtica batalla cultural, y de volver a poner los cimientos de una civilización que reconozca y respete la dignidad humana.