En algunos ambientes católicos se ha vuelto frecuente contraponer los pontificados de san Juan Pablo II con el de Francisco. No es tan frecuente, sin embargo, el intento por resaltar los puntos en común, las sintonías. No olvidemos, además, que fue Francisco el que canonizó a san Juan Pablo II, y fue san Juan Pablo II quien primero ordeno obispo y más tarde creó cardenal a Jorge Mario Bergoglio.
Uno de los puntos en los que indudablemente hay más sintonía es en la contemplación que ambos Papas hacen de la Misericordia de Dios. San Juan Pablo II lo traía muy arraigado de su propia piedad personal, a través de santa Faustina Kowalska, a quien él canonizó. Fruto de esa devoción a la Misericordia de Dios es la encíclica Dives in Misericordia, publicada en 1980, es decir, en los albores de su pontificado y, por último, como señal claramente sobrenatural, murió la víspera de la fiesta de la Divina Misericordia, por él instituida. Jorge Mario Bergoglio, en cambio, vivía más la misericordia por una vertiente práctica. Fueron bastantes sonadas sus luchas por las personas que eran explotadas en el trabajo, la trata de personas, o la labor de la iglesia en los barrios más pobres de Buenos Aires. Está su costumbre, fuertemente arraigada, de lavar los pies en un penal durante el Jueves Santo. Ha propuesto, además, un modo práctico de vivir la misericordia para todos los católicos: el penúltimo domingo del Año Litúrgico, domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, instituyó la “Jornada Mundial de los Pobres”: “Esta Jornada tiene como objetivo, en primer lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro.” Sugería hacer un acto concreto de caridad personal con un pobre, como invitarlo a comer o a tomar un café.
Digamos entonces que uno puso las bases doctrinales, teológicas, mientras que el otro las vive ordinariamente, como forma de cristalizar su fe y su amor cristianos. Ahora bien, la dimensión de la misericordia es doble: Juan Pablo II pone el acento en que Dios es Misericordioso, Francisco también, y también ambos ponen énfasis en el segundo aspecto de la Misericordia: todos estamos necesitados de ella. Por decirlo con un símil, la misericordia no es un lujo sino un producto de primera necesidad. Ambos Pontífices, cada uno a su modo, hacen hincapié en este hecho.
De forma que la enseñanza de ambos es semejante: cada uno de nosotros debe saberse sujeto de una particular misericordia de Dios; también cada uno debe esforzarse por vivir la misericordia con los demás. Es una manera, quizá la más sublime junto con perdonar, de poner en práctica esa “imagen y semejanza” de la cual nos habla el Génesis (Gn 1, 26), que tenemos cada uno con Dios. Nuestro camino de vuelta hacia Él está marcado por la Misericordia, de Él hacia nosotros y de nosotros con nuestros semejantes.
Indudablemente san Juan Pablo II nos ayudó mucho a comprender con un poquito más de profundidad el misterio de Dios, que es fundamentalmente Misericordia, como su atributo esencial. Si “Dios es Amor”, como indica san Juan (1 Juan 4, 16), ese Amor tiene apellido: Misericordioso. Esa es la profundización que la Providencia ha querido que tengamos en nuestros tiempos sobre el misterio de Dios, la cual es en extremo iluminadora y útil, pues nos ayuda a verlo como a un Padre, “a no tener miedo”, como sugería san Juan Pablo II al inicio de su pontificado.
Pero Francisco nos ha ayudado más a comprender el misterio del hombre, precisamente por su invitación a la acción. Es decir, a descubrir esa vertiente personal de misericordia, que nos ayuda a crecer en comunión con nuestros semejantes y a descubrirnos a nosotros mismos. En otras palabras, hay una versión posible de nosotros mismos capaz de hacer habitualmente cosas reales y concretas por los demás. Al mismo tiempo insiste en que la Iglesia es la “casa de todos”, precisamente porque hay lugar para todos, nadie debe ser excluido porque todos podemos y debemos tener misericordia con él, precisamente porque cada uno, anteriormente, ha sido objeto de la misericordia divina.