Estos dos días del calendario litúrgico de la Iglesia me han llevado a pensar en la experiencia religiosa de tantísimos fieles cristianos, de la mía en particular y la de muchos familiares y amigos cercanos. La Solemnidad de Todos los Santos nos lleva a tener presente a la Iglesia triunfante, en términos más coloquiales, a quienes ya están en el Cielo gozando de la Vida, en donde se hace realidad aquel anhelo del orante: vultum tuum Domine requiram (Salmo 26, 27) (Señor, quiero ver tu rostro). Ellos son ahora nuestros intercesores, nuestros valederos ante el Dios Trino, a quienes acudimos pidiendo su ayuda. La vida de cada uno de ellos es, asimismo, un testimonio que acerca el Cielo a los trajines, idas y vueltas del camino del cristiano. La devoción que cada uno tiene con unos u otros es manifestación palpitante de la comunión de los santos. Sin duda, el creyente está muy bien acompañado: la Trinidad del Cielo, la Sagrada Familia, los santos Ángeles, nuestros santos particulares.
Me viene a la memoria un pasaje de El Principito. El zorro le dice al Principito que lo esencial muchas veces queda oculto a los ojos. Un buen consejo para afinar los ojos del alma y ver, por ejemplo, al Ángel de la Guarda caminando con nosotros en medio del bullicio de la calle, sacándonos de apuros, sin hacer aspavientos ni esperar reconocimiento alguno. Aquel “dejad que los niños se acerquen a mi” no ha sido dicho en vano. Es un recordatorio para rejuvenecer el alma, volver a nacer, limpiar el corazón y ver las maravillas de la Gracia en medio de nuestros afanes diarios. Cristo pasa de continuo a nuestro lado como amante pudoroso, sin bocinazos, ni alertas.
Todos los Santos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos que han vivido entre nosotros, en fidelidad gozosa a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Escucharon la llamada y se encontraron con la persona de Cristo. Un Camino amplio, pero camino, al fin y al cabo. Tiene unos trazos, una ruta que se nos ha revelado. El Señor nos recuerda que vivir de acuerdo a nuestra condición humana tiene su cuota de cansancio y agobio. Nos sale al encuentro como a los discípulos desanimados de Emaús y nos explica que su yugo es suave y la carga ligera. No es una vida muelle, cómoda, despreocupada la que nos ofrece, es una vida de amor a Dios y amor al prójimo, que sabe del gozo de la entrega, de alegrías y penas. El cristiano, en su trajinar, aprende, paso a paso, a aceptar libremente su condición de criatura humana creada a imagen y semejanza de Dios, maravillosa dignidad, grandiosa tarea, para la que nos estamos solos: el Cielo nos sostiene.
Los fieles difuntos, por otra parte, es una realidad que toca teclas sensibles del corazón humano. Tocas un poco y, en muchos casos, aún duele. Una mezcla de nostalgia, dolor, lágrimas por la pérdida de nuestros seres queridos. Al recuerdo doloroso, se suma el consuelo de que estén gozando del cielo prometido o el cielo por llegar mientras se purifican en el Purgatorio. En todos los casos, rezamos por ellos, ofrecemos sufragios. Pensamos en la muerte con temblor, temor y esperanza. Nos llegará a su tiempo y nos sostiene la idea de que la vida aquí no termina, continúa en la eternidad en donde volveremos a estar con todos nuestros amores, transfigurados por el amor a Dios.
Dos días fuertes de fe vida y por eso, qué pobre me ha resultado haber terminado de leer, en estos días, un libro de Álvaro Pombo en el que señala que Dios es la ficción suprema. Dios, ¿una ficción? Quizá, la experiencia religiosa del autor no le da para más. Para el creyente de a pie -es mi caso- Dios no es un objeto cuya existencia esté un escrito lírico, es una Persona a la que acude contrito y esperanzado en actitud de adoración, agradecimiento, petición, en conversación de un hijo con su Padre celestial.