Siendo conferenciante joven me preguntaban si había diferencia al afrontar el dolor, tanto de la enfermedad como de la muerte, entre las personas que tenían fe y las que no. Basándome en mi experiencia de capellán de hospital, respondía que no había diferencia entre ser creyente o no creer en nada.
En el día a día del hospital comprobaba cómo personas de Iglesia, ante la enfermedad entraban en crisis de fe, al sentirse abandonados por ese Dios en quien confiaban su bienestar. Por el contrario, enfermos graves que no profesaban ninguna religión, se despedían de éste mundo sin esperar un más allá, con una cierta paz por lo vivido y más o menos despidiéndose pacíficamente de sus seres queridos.
Evidentemente también había casos de creyentes que vivían la muerte como un paso al Padre y pedían a sus familiares que no rezaran por su sanación sino por obtener una buena muerte. Y en el caso de no creyentes también había experiencias de negarse a recibir visitas pidiendo acabar cuanto antes sin apenas despedirse de nadie.
Ahora, más entrado en años y con más vivencias a la espalda puedo responder a la pregunta sobre la diferencia entre creer o no que depende de la fe. Una cosa son las creencias y otra la vivencia de la fe en Cristo. Las creencias pueden ser más o menos ajustadas a nuestros deseos o ecosistemas mentales y otra bien diferente es la vivencia de la fe en Cristo, dónde, más que encontrar consuelo, Él nos va transfigurando en personas diferentes de cómo eramos, cada uno según su plan para con nosotros.
En el grupo de padres que han perdido a sus hijos, salió el tema de la transcendencia, de la otra vida, del más allá. La mayoría creían en “algo”, sólo unos padres no creían en nada. Pero, entre los creyentes en algo, había diferencia entre creer en algo indefinido y los que habían vivido la muerte del hijo poniéndose en manos de Jesús que iba guiando sus momentos y abriendo caminos, aun con todos los momentos de rabia y dolor que en su momento dirigían a Dios.
Los creyentes en un más allá indeterminado experimentaban un abismo de separación o cómo mucho la presencia del hijo en lugares concretos, normalmente vinculados a su historia. Una presencia que a la vez contrastaba y les recordaba el vacío de la ausencia. El olor de sus ropas, por ejemplo, les acercaba a ellos, pero a la vez les situaba en la realidad dura de su ausencia. Es más, el buscar esas presencias en lugares y objetos, se convertía en un querer estar con ellos dejando atrás las personas y acontecimientos de este mundo. El resto de hijos, o los demás familiares pasan a segundo plano siendo el protagonista el hijo ausente al que se le dedica atención y dolor. Se fosiliza cualquier objeto o vivencia a los que se les atribuye el rango de sagrado. A pesar de la creencia en un más allá no hay consuelo para soportar la ausencia.
Los padres creyentes, orantes tanto ellos como su comunidad no habían sido liberados de la angustia, rabia y tristeza ante la muerte de sus hijos. Hubo momentos de obscuridad y de preguntas. Por suerte fueron acompañados por pastores expertos que les ayudaron a transitar el camino. La gran diferencia que pude observar era la unión con el hijo fallecido no tanto de tú a tú, sino en Cristo. El mismo Jesús vive y acompaña en el cielo y en la tierra.
Una madre en concreto, que recordaba cómo su hijo se despidió por teléfono, puesto que era el momento más duro de la COVID-19, recordaba los deseos de su hijo y nos decía que ambos, ella y su hijo continuaban el proyecto de Jesús, su hijo desde el cielo, que intercedía por los que estaban aquí y ella que encontraba una fuerza especial para emprender nuevos proyectos que incluso antes no había pensado.
Comprendí que la diferencia no está tanto en creer o no, sino en dejarse transformar por Cristo. Así lo recordaba el Papa Francisco, en el rezo del Ángelus del 31/8/2014, citando la epístola a las Romanos, comentando la negativa de Pedro a asumir la muerte en cruz anunciada por Jesús: “El anuncio de Jesús de su muerte y resurrección es un momento crítico y un punto crucial, en el que emerge el contraste entre el modo de pensar de Jesús y aquel de los discípulos”.
El Papa citó la lectura de san Pablo que exhorta a “no conformarse a este mundo, sino dejarse transformar renovando nuestro modo de pensar, para discernir la voluntad de Dios”(Rm 12,2).