Dicen los filósofos que una de las características que distingue a una madre es su don y capacidad para amar, para lo cual no tiene que salir de sí más bien permanece en ella: lo suyo es amar acogiendo, que la particulariza exquisitamente. Con el verbo acoger se predican acciones que le añaden un matiz cálido, afectivo y refrescante a la vida, tales como: amparar, atender, hospedar, abrigar, escudar, proteger, asilar, cobijar. Todas estas acciones revelan que el hombre no es puro acometer, emprender u operar con eficiencia y con eficacia para mostrar su valer; y que necesita ser amado en su y por su condición de persona singular e irrepetible; y, que amado en acto sea aceptado en su integridad y totalmente. “En el acto de amor, pues, tenemos un asir o bien un tender a la valía personal que no es un valorar a causa de otro valor; no amamos a una persona porque hace el bien, su valía no consiste en que haga el bien (…) sino que ella misma es valiosa y la amamos “por ella misma”[[1]]
Hoy en día discurren sin cortapisas actitudes pensantes, corrientes de pensamiento proclives a parcelar a la persona como mero objeto de estudio, de producción o de consumo. El existencialismo de Sarte lo reduce a la pura libertad; el positivismo a determinadas condiciones materialistas de su vida y de su actividad; el marxismo a la suma de relaciones económicas y sociales; el freudismo a un nudo de impulsos; y, el estructuralismo a ser un juguete en poder de sistemas impersonales y opresivos. El riesgo de tales concepciones es que se aproximan al hombre bajo la forma de explicación. Explicar supone dividir, segmentar el objeto (o el sujeto) sobre la base del particular y limitado aspecto que se capta de aquel (por cierto, haciéndole un flaco favor).
Por cierto, el conocimiento de la persona también se recorre bajo la forma de comprensión. Comprender es intuir lo sustancial, es asumir a un “alguien” en su radical realidad y desde ahí hacerse cargo de su condición de persona como sujeto irreductible a ser parcelado. Comprender, sin duda es sinónimo de acoger. ¡Quién si no la mujer en su categoría de madre es capaz de revelar al hijo su índole de persona, cuyo valor no reclama proezas o actos épicos, simplemente dejarse amar tal y cómo es! Ante la madre, el hombre deja de ser objeto de especulación para convertirse en sujeto de cuidados, de atenciones, de cariño y de su mirada. Los ojos son la ventana del alma, dice la sabiduría popular; la física replica diciendo: “sólo si la ventana está limpia”; aún la filosofía insiste: “la luminosidad del alma desempaña el vaho del cristal” pero, sólo el amor distingue el brillo de lo original en otra mirada. ¿El hijo, no es verdad, que se sabe único ante su madre?
¡Cuánto puede aprender la sociedad del modo como ama una madre! Igualmente, ¡cuán privilegiada y dilecta puede saberse una madre con el “poder” que tiene! Los hijos de la sociedad – todos somos hijos –debemos ser agradecidos por ese bálsamo y remanso que es el cariño de las madres cuyo máxima propiedad es ser aceptados como personas únicas e irrepetibles. Y las madres, reconocer y aceptar que con sólo con su presencia se aquietan los temores e inquietudes del hijo, bajo su sombra segura se nace, crece y se envejece.
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[1] Stein, Edith, Sobre el problema de la empatía, II Tomo, Ed. El Carmen, Madrid, 2005, p. 185