Oxímoron: “Figura retórica de pensamiento que consiste en complementar una palabra con otra que tiene un significado contradictorio u opuesto”. Pues no. En este caso no se trata de un “oxímoron”, sino de una triste realidad. Aunque parezca descabellado, absurdo o contradictorio, tristemente hay parejas que viven esta realidad absurda. No en vano, la vez que más se me ha alebrestado el auditorio en clase, fue cuando les expliqué el “débito conyugal”. Varias alumnas lo consideraron una especie de violación. Por contrapartida, es frecuente que algunas mujeres -es más común en ellas- tengan “a dieta” a su marido, por periodos más o menos extensos de tiempo o, de forma indefinida, y viceversa también. Sí, aunque usted no lo crea, hay maridos que no se acercan a su mujer sino para consumir los sagrados alimentos.
Con mucha más frecuencia de lo que hubiera imaginado, me lo he encontrado a lo largo de mi experiencia de acompañamiento espiritual. Recuerdo una vez que un marido me pidió por favor -sabía que yo hablaba con su mujer- que la convenciera de cambiar su “mortificación cuaresmal”, ya que había decidido no tener intimidad conyugal durante ese periodo de tiempo. Al pobre esposo se le hacía muy duro esperar cuarenta días, hasta la pascua, para tener intimidad con su mujer.
Pero también ha habido experiencias en sentido inverso. Una mujer, en el mismo contexto de asesoría espiritual, preguntaba inocentemente si era normal la actitud sexual de su marido: llevaban décadas sin tener intimidad. La actividad sexual se había limitado, rigurosamente, a ser “instrumento para la procreación”. El marido consideró que, habiendo tenido ya cuatro hijos, podían dejar de tener acercamiento sexual para siempre. ¿Se trataba de un anacoreta que había accedido al matrimonio sólo para satisfacer a sus padres? Tristemente, la respuesta es no. Se trataba, más bien, de una persona con inclinación homosexual, que había acudido al matrimonio para cuidar las apariencias. Antes -no hace mucho- estaba mal visto ser abiertamente homosexual, así que, para cubrir el expediente, algunas personas con esta tendencia accedían al matrimonio para cuidar las formas sociales, pagando la factura la pobre desafortunada que había sido instrumentalizada por su marido, para aparentar “normalidad” en el seno de una sociedad conservadora. De hecho, un buen amigo, activista homosexual, me lo confirmó abiertamente: “antes las personas homosexuales en países católicos teníamos dos opciones, para salir honrosamente parados en la sociedad: casarnos o entrar al seminario”. Eso explica cómo, muy tardíamente, descubrió la Iglesia Católica el porcentaje de sacerdotes pederastas en su seno (el 80% de las víctimas de abuso son niños, no niñas). De forma que fue hasta el año 2005 cuando se prohibió que entraran en el seminario personas con inclinación homosexual.
En el caso anterior -no es el único- no me ha quedado más remedio que recomendarle a la mujer -a la víctima debería decir- que tramitara su nulidad matrimonial. Un matrimonio así es una farsa, una simulación, en realidad nunca ha existido. Pero claro, no es fácil tomar esa decisión, no resulta sencillo explicarles a los hijos que su papá en realidad es gay, y hacerles tomar conciencia -¡qué duro!- de que su existencia es simplemente el resultado de la estrategia para “cumplir las expectativas sociales” de su padre o, dicho más crudamente, que su vida es fruto de un maquiavélico plan para cuidar las apariencias; una obra teatral que ha dado como fruto su propia existencia. Por eso, algunas mujeres prefieren seguir como siempre, en atención a los hijos, desarrollando su papel en la inhumana obra de teatro, en la que involuntariamente se han visto forzadas participar. Finalmente, todo hay que decirlo, es más sencillo que ellas se acostumbren a no tener intimidad sexual, a que lo haga su marido. Lo injusto de esta situación resalta, pues el marido lejos de “estar a dieta”, tiene intimidad sexual “bajo el agua”, es decir, mantiene una vida sexual activa, de carácter homosexual, que oculta hábilmente a la sociedad y a su propia esposa, hasta que ella lo descubre (el celular siempre traiciona).
De todas formas, siempre es bueno “vivir en la verdad” o, por lo menos, intentarlo. No es bueno ni saludable vivir en la simulación. Una de las “ventajas” de nuestra sociedad permisiva es que ya no son necesarias esas simulaciones. Las personas homosexuales tienen ahora todo tipo de salidas airosas -de hecho, están de moda, ahora son privilegiadas-, de manera que ya no se ven forzadas a arruinarle la vida a su esposa/o respectivamente o, peor aún, probar suerte en el seminario.