Card. Reina: Roma llora a su obispo pero Dios no abandona a su pueblo
Homilía del Card. Baldassare Reina

A las 17 horas de esta tarde, en la Basílica Vaticana, ha tenido lugar una Celebración Eucarística en sufragio del Romano Pontífice Francisco, en el tercer día del Novendiali.
A la celebración está invitada, en particular, la Iglesia de Roma.
La Concelebración está presidida por Su Eminencia el Cardenal Baldassare Reina, Vicario General de Su Santidad para la Diócesis de Roma, en la Misa del tercero de los novendiales en sufragio del Papa Francisco, indica a los cardenales electores la tarea de buscar un pastor que sepa “discernir y ordenar” las reformas y procesos iniciados por el Pontífice argentino, y en esto sin seguir “conveniencias mundanas” y “pretensiones ideológicas que desgarran la unidad de las vestiduras de Cristo”.
Publicamos a continuación la homilía que Su Eminencia el Card. Baldassare Reina pronunció durante la Santa Misa:
***
Homilía del Eminentísimo Card. Baldassare Reina
Mi leve voz está hoy aquí para expresar la oración y el dolor de una parte de la Iglesia, la de Roma, agobiada por la responsabilidad que la historia le ha asignado.
En estos días, Roma es un pueblo que llora a su obispo, un pueblo junto a otros pueblos que se han alineado, encontrando un espacio en la ciudad para llorar y rezar, como ovejas sin pastor.
Ovejas sin pastor: una metáfora que nos permite recomponer los sentimientos de estos días, y recorrer la profundidad de la imagen que recibimos del Evangelio de Juan, el grano de trigo que debe morir para dar fruto. Una parábola que nos habla del amor del pastor por su rebaño.
En este momento, mientras el mundo arde y pocos tienen el valor de anunciar el Evangelio traduciéndolo en una visión de futuro posible y concreta, la humanidad aparece como ovejas sin pastor. Esta imagen sale de la boca de Jesús mientras contempla a la multitud que le sigue.
A su alrededor están los apóstoles que le informan de todo lo que habían hecho y enseñado. Las palabras, los gestos, las acciones aprendidas del Maestro, el anuncio del reino del Dios que viene, la necesidad de un cambio de vida, unidos a signos capaces de dar carne a las palabras: una caricia, una mano tendida, un hablar desarmado, sin juicios, liberador, sin miedo al contacto con la impureza. Al realizar este servicio, necesario para despertar la fe, para suscitar la esperanza de que el mal del mundo no tendría la última palabra, de que la vida es más fuerte que la muerte, ni siquiera habían tenido tiempo de comer.
Jesús sintió la carga, y esto nos consuela ahora.
Jesús, el verdadero pastor de la historia necesitada de su salvación, conoce la carga que pesa sobre cada uno de nosotros al continuar su misión, especialmente cuando nos encontramos buscando al primero de sus pastores en la tierra.
Como en la época de los primeros discípulos, hay logros y también fracasos, cansancio y miedo. El ámbito es inmenso, y las tentaciones se cuelan velando lo único que importa: desear, buscar, trabajar en espera de «un cielo nuevo y una tierra nueva».
Y no puede ser, éste, el tiempo del equívoco, de la táctica, de la prudencia, el tiempo que se pliega al instinto de volver atrás, o peor aún, a las represalias y a las alianzas de poder, sino que lo que se necesita es una disposición radical para entrar en el sueño de Dios confiado a nuestras pobres manos.
Me impresiona en este momento lo que nos dice el Apocalipsis: «Yo, Juan, vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de Dios, dispuesta como una novia ataviada para su esposo.
Un cielo nuevo, una tierra nueva, una nueva Jerusalén.
Ante el anuncio de esta novedad, no podíamos ceder a esa pereza mental y espiritual que nos ata a las formas de la experiencia de Dios y a las prácticas eclesiales conocidas en el pasado y que deseamos que se repitan ad infinitum, subyugados por el miedo a las pérdidas asociadas a los cambios necesarios.
Pienso en los muchos procesos de reforma en la vida de la Iglesia iniciados por el Papa Francisco, y que trascienden las filiaciones religiosas. La gente le ha reconocido como pastor universal y la barca de Pedro necesita esta amplia navegación que traspasa y sorprende.
Esta gente lleva inquietud en el corazón y me parece ver en ellos una pregunta: ¿qué será de los procesos que se han puesto en marcha?
Nuestro deber debe ser discernir y ordenar lo que ha comenzado, a la luz de lo que nuestra misión nos exige, en la dirección de un cielo nuevo y una tierra nueva, adornando a la Esposa para el Esposo. Mientras que nosotros podríamos pretender vestir a la Esposa según las conveniencias mundanas, guiados por pretensiones ideológicas que desgarran la unidad de las vestiduras de Cristo.
Buscar un pastor, hoy, significa sobre todo buscar un líder que sepa manejar el miedo a perder ante las exigencias del Evangelio.
Buscar un pastor que tenga la mirada de Jesús, la epifanía de la humanidad de Dios en un mundo que tiene rasgos inhumanos.
Buscando un pastor que confirme que debemos caminar juntos, componiendo ministerios y carismas: somos el pueblo de Dios constituido para anunciar el Evangelio.
Cuando Jesús mira a la gente que le sigue, siente vibrar en su interior la compasión: ve mujeres, hombres, niños, ancianos y jóvenes, pobres y enfermos, y a nadie que cuide de ellos, que pueda alimentar su hambre de bocado de vida que se ha vuelto dura, y su hambre de Palabra. Él, ante esa gente, siente que es su Pan que no defrauda, su agua que sacia su sed infinita, el bálsamo que cura sus heridas.
Siente la misma compasión que Moisés que, al final de sus días, desde la cima del monte de Abarim, frente a la Tierra que no podrá atravesar, mirando a la multitud que había guiado, ruega al Señor para que ese pueblo no quede reducido a ser un rebaño sin pastor, un pueblo que él no puede mantener, un pueblo que debe seguir adelante.
Esa oración es ahora nuestra oración, la de toda la Iglesia y la de todas las mujeres y hombres que piden ser guiados y sostenidos en el trabajo de la vida, en medio de dudas y contradicciones, huérfanos de una palabra que guíe en medio de cantos de sirena que halagan los instintos de autoredención, que rompe la soledad, recoge los desechos, que no cede a la arrogancia y tiene el coraje de no doblegar el Evangelio a los trágicos compromisos del miedo, a la complicidad con la lógica mundana, a las alianzas ciegas y sordas a los signos del Espíritu Santo.
La compasión de Jesús es la de los profetas que manifiestan el sufrimiento de Dios al ver al pueblo dispersado y maltratado por los malos pastores, por los mercenarios que se aprovechan del rebaño, y que huyen cuando ven venir al lobo. Los malos pastores no se preocupan de las ovejas, las abandonan en el peligro, y por ello serán raptadas y dispersadas.
Mientras que el buen pastor ofrece su vida por sus ovejas.
De este talante radical del pastor habla la página del Evangelio de Juan proclamada en esta liturgia eucarística, y que nos presenta el testimonio de cómo Jesús es capaz de ver más allá de la muerte, cuando llegaría la hora que glorificaría su misión. La hora de la muerte en la cruz que manifestaría el amor incondicional a todos.
«Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo». El grano de trigo que ha buscado la tierra con la encarnación del Verbo, caído para levantar a los que caen, venido a buscar a los que se pierden.
Su muerte es una siembra que nos deja suspendidos en esa hora en que la semilla ya no se ve, envuelta por la tierra que la oculta, haciéndonos temer que se haya desperdiciado. Una suspensión que puede angustiarnos, pero que puede convertirse en un umbral de esperanza, una grieta en la duda, una luz en la noche, un jardín de Pascua.
La fecundidad prometida pertenece a la disposición a la muerte; convertirse en trigo masticado, rehén de infidelidades e ingratitudes a las que Jesús, el buen pastor que ofrece su vida por sus ovejas, responde con el perdón pedido al Padre, mientras muere abandonado por sus amigos.
El buen pastor siembra con su propia muerte, perdonando a sus enemigos, prefiriendo su salvación, la salvación de todos, a la suya propia.
Si queremos ser fieles al Señor, al grano de trigo que cayó en la tierra, debemos hacerlo sembrando con nuestra vida.
Y ¡cómo no recordar el Salmo: «el que siembra con lágrimas, cosechará con alegría»!
Hay tiempos como los nuestros en los que, como el campesino al que se refiere el salmista, sembrar se convierte en un gesto extremo, movido por la radicalidad de un acto de fe.
Es tiempo de hambre, la semilla sembrada en la tierra es la que se toma de la última provisión, sin la cual se muere. El campesino llora porque sabe que este último acto le pide poner en peligro su vida.
Pero Dios no abandona a su pueblo, no deja solos a sus pastores, no permitirá, como con su Hijo, que sea abandonado en el sepulcro, en la tumba de la tierra.
Nuestra fe encierra la promesa de una cosecha gozosa, pero que tendrá que pasar por la muerte de la semilla que es nuestra vida.
Ese gesto extremo, total, extenuante del sembrador me hizo pensar en el día de Pascua del Papa Francisco, en ese derramarse sin reservas bendiciendo y abrazando a su pueblo, el día antes de morir. El último acto de su siembra incansable del anuncio de las misericordias de Dios.
Gracias Papa Francisco.
Que María, la santa Virgen que en Roma veneramos Salus populi romani, que ahora acompaña y vela sus restos mortales, reciba su alma y nos proteja en la continuación de su misión. Amén
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