De ordinario, los poemarios forman parte de mis lecturas, mejor si entiendo los poemas y dicen bellamente algo del aparecer y ser de la realidad. Me he encontrado muy a gusto entre los versos de “Bello es el riesgo” (Rialp, 2019, Kindle edition) de Marcela Duque, poemas de lo humano y divino, escritos con encanto, temor y temblor, con el grato aroma del sentido trascendente de la vida.
Hay nostalgia como cuando recuerda su infancia en los verdores colombianos o cuando da el salto a la plenitud más grande que los mares caribeños y más alta que los Andes americanos. Volver a casa algún día y, «mientras tanto, la poesía”. Arrieros somos y no faltan los claroscuros en el camino. Buscamos permanencias, compatibles de tantas cosas pasajeras. Así, un día descubrimos -lo señala Marcela- que las hojas de nuestro árbol no son perennes y que, incluso, “ya llegará un día el sufrimiento que ha de dejarme ingrávida en el aire”.
En tiempos como los nuestros tan dados a la búsqueda del éxito y a mostrar los logros profesionales en las hojas de vida, me encanta el poema “Brindis de cumpleaños”; un canto agradecido y humilde de quien se sabe deudor por tanto don recibido: “Hoy brindo por ustedes, mis amigos, que aún encuentran tiempo para darme, pues es esta la vida que hoy celebro, la que no es solo mía, sino un don ofrecido por mil manos, la vida que me dan con su presencia, la vida que es vivida en los que amo”. Desde luego no se trata de negar la cuota de logro personal en las competencias que tenemos, sino de entretejer los varios hilos que conforman las excelencias biográficas: el propio esfuerzo, la mano amiga y el soplo del Espíritu. “Así cuando el poema, ligero, emprenda el vuelo y lo veas palpitar, sabrás que en él está presente un soplo que no vino de la sola pericia de tus manos”.
Poemas de lo humano y divino decía líneas arriba. Y, ciertamente, en los versos de Marcela están las huellas de los versículos del Evangelio, como aquella entrañable escena del diálogo y compañía del Señor Resucitado con los discípulos de Emaús, recorrido que hice hace algunos años atrás en una peregrinación a Tierra Santa: “Ya se hace tarde. Anochece. El crepúsculo viene sin estrellas. La penumbra va a ser impenetrable (…). Arde mi corazón al escucharte. Te quiero para siempre aquí en mi casa. Ya no sabré qué hacer cuando te marches. Quédate, por favor, que es noche oscura. Necesito la luz de tu mirada”. Unas veces arde el corazón; otras, está desangelado; no faltan ocasiones en las que tirita de frío y miedo. En todo caso, es la compañía del Señor la que buscamos. Sí, quédate con nosotros, quédate aquí: en soledad el espanto es sofocador.
Bello es el riesgo -dice Sócrates en el Fedón- de quien afirma que el alma es inmortal y con ese poema termina Marcela el texto: “He escuchado en su boca tus palabras: Vale la pena el riesgo de creer, que nos tomen por tontos e ignorantes por creer en el alma y sus moradas; es bello el riesgo de creernos inmortales, de vivir en tensión hacia lo excelso, aunque nos falten pruebas y acudamos a la fe y a los cantos de los niños”. Un vivir empinados en busca de la excelencia, una vida de pequeñas y grandes esperanzas. Un ir y venir de la inquietud a la serenidad y viceversa, hasta llegar a la plenitud de una vida que no termina aquí como bellamente lo dijo, asimismo, nuestro Víctor Andrés Belaunde.
Un bello poemario para volver a sus versos una y otra vez.