En un reciente artículo de la revista Nature se describe la situación de Jahi McMath, de 13 años, que era declarada muerta en California y viva en New Jersey. Fue en 2013 cuando los médicos de California diagnosticaron su muerte cerebral, como consecuencia de una operación de amigdalectomía. Sin embargo, los padres se la llevaron a New Jersey, donde podían presentar una objeción y mantenerla conectada a sistemas de soporte vital: así permaneció durante cuatro años y medio.
Debido a estas discordancias legales, un grupo de profesionales de la bioética junto con neurólogos, abogados y médicos están tratando de concertar las leyes de los diferentes estados que se relacionan con la declaración de la muerte. “Realmente no tiene mucho sentido”, dice Ariane Lewis, médica de atención neurocrítica en NYU Langone Health en la ciudad de Nueva York. “La muerte es algo que debería ser una cosa fija y finita. No debería ser algo que se deje a la interpretación”.
Desde hace ya dos años, un comité de la Comisión de Ley Uniforme (ULC), una organización sin fines de lucro, de Chicago, Illinois, trabaja en la redacción de una legislación para que los estados puedan adoptarla en relación con lo que debería constituir la determinación legal de muerte. Los temas que debe clarificar el comité son los siguientes: la definición de muerte cerebral, la determinación de la necesidad de consentimiento para efectuar la prueba, el manejo de las objeciones por parte de la familia, así como la incorporación de cambios futuros en los estándares médicos.
Actualmente los médicos están inquietos porque temen que surjan dudas acerca de la muerte cerebral y esto afecte a la disponibilidad de órganos necesarios para los trasplantes. “Pensé que esto sería una mejora, y está completamente desmoronado desde esa perspectiva», dice Robert Truog, bioético y pediatra de la Escuela de Medicina de Harvard en Boston, Massachusetts. Troug no es miembro con derecho a voto del comité de la ULC, pero ha observado su trabajo de manera cercana. “Tan pronto como hablamos de los temas más profundos, el profundo desacuerdo de algunos miembros del comité se hace evidente y llegas a un punto muerto”.
Fue en 1968 cuando un artículo en la revista Jama definió la llamada muerte cerebral y este concepto ha sido aceptado de manera casi universal. Desde luego, la ciencia médica avanza y seguramente podremos tener formas de diagnóstico cada vez más precisas para determinar la muerte de la persona. No se trata tanto de certificar que un órgano concreto ya no tiene vida biológica, sino que lo importante es la persona, el ser humano el que está vivo o está muerto. Y considero que este es un asunto que los médicos son los llamados a determinar con certeza.
Como comenta Pablo Requena, el debate que se ha abierto sobre la mal llamada muerte cerebral tiene su origen en que, por una parte se confunden los planos del discurso, mezclando lo clínico y fisiopatológico con lo gnoseológico y metafísico; por otro lado hay una confusión terminológica que interpreta asuntos muy diferentes cuando se habla de muerte cerebral. En asuntos tan trascendentes se debe actuar con certeza; si existen dudas, debe primar el principio de precaución como dice Benedicto XVI al referirse a los trasplantes. Por eso conviene dejar claro que, cuando hablamos de muerte, nos referimos a un organismo, no a un órgano: no es el corazón, el hígado, el pulmón o el cerebro el que muere, sino el ser viviente al que pertenece. Si se habla de muerte cerebral es en realidad para referirse a un modo de diagnosticar la muerte de la persona mediante un criterio de tipo neurológico, como antes (y también ahora) se hacía mediante un criterio cardiorrespiratorio. Este criterio neurológico fue tomado en cuenta en el ámbito de la medicina intensiva y su diagnóstico se realiza mediante la observación de determinados signos clínicos junto con algunas pruebas como el electroencefalograma o la angiografía. No se trata por tanto de una nueva definición de muerte ni tampoco se debe confundir con el coma profundo, el mal llamado “estado vegetativo” o el síndrome llamado loked-in. Podemos considerar que el criterio neurológico es más fiable y seguro que el cardiorrespiratorio ya que primero se produce la parada cardíaca y luego la ausencia de flujo sanguíneo en el encéfalo.
Ahora bien, qué parte del encéfalo debe dejar de funcionar para declarar la muerte por criterios neurológicos. Algunos sostienen que debe ser el encéfalo completo, pero otros dicen que bastaría con la corteza cerebral porque es la base de las funciones racionales. Otros aseveran que sería suficiente el tronco encefálico, porque éste regula las funciones vegetativas, entre las que se cuenta la respiración. En el primer caso el error consiste en identificar la persona con sus funciones racionales. La persona es persona por su naturaleza, que le permite tener esas funciones, entre otras. En el segundo caso, estaríamos más bien ante un criterio pronóstico que diagnóstico ya que predice la proximidad de la muerte. El hecho es que la mayor parte de los especialistas coincide en determinar el criterio neurológico como el cese irreversible de las funciones de todo el encéfalo. Desde luego eso no significa que todas las células del encéfalo estén necrosadas. Por esta razón tal vez es mejor hablar de muerte encefálica, pero sabiendo que nos referimos a la muerte de la persona, diagnosticada mediante criterios neurológicos.
Estos intercambios de diferentes puntos de vista sobre la muerte encefálica pueden traer como consecuencia una menor oferta de órganos para trasplante, sobre todo si consideramos que esos órganos provienen en su mayoría de personas declaradas con muerte cerebral. No sabemos aún cómo evolucionará el dictamen final sobre la norma legal en EE. UU., pero conocemos que el comité que elabora la norma está compuesto por abogados. Sería deseable incluir a médicos con experiencia en este tipo de diagnósticos que, como refería, son los llamados a determinar y certificar la muerte de las personas. También es importante formar bien a los médicos jóvenes y a los estudiantes de medicina para que conozcan los criterios neurológicos de determinación de la muerte. Si el diagnóstico mediante estos criterios está bien realizado, se conseguirá la certeza moral necesaria para actuar de acuerdo con la ética.
Ciertamente, la donación de órganos, e incluso de todo el cuerpo, cuando la persona fallece, es un acto laudable y digno de encomio. Pero, desde el punto de vista ético, es muy claro que “los órganos vitales singulares sólo pueden ser extraídos después de la muerte, es decir, del cuerpo de una persona ciertamente muerta”. Sin embargo, con la aprobación de la eutanasia en algunos lugares, la extracción de estos órganos se comienza a realizar en personas vivas de las que termina siendo su causa de muerte. Aunque estas personas hayan dado su consentimiento de manera autónoma, esto no significa que esa acción sea buena. El cuerpo humano no es algo de la persona, sino que se identifica con ella: el ser humano no tiene cuerpo, es corpóreo. Por lo tanto, la ética no puede aprobar un acto semejante en el que se provoca conscientemente la muerte de alguien, aunque el fin sea favorecer la salud de otro. El fin nunca justifica los medios.