La presencia del otro resulta enigmática. Se hace patente la incomunicabilidad. Está allí, delante de mí, pero no “está-allí” quieto, pasivo e inerte sin más, sino que por ser libre es capaz de emitir respuestas no programadas. Por tanto, lo imprevisible e inesperado forma parte de una relación interpersonal, más todavía cuando no hay vínculo alguno o la relación está en ciernes. Ciertamente, lo imprevisto en las relaciones predica la singularidad de las personas; que libertad humana no es ni un freno ni escollo para que aquellas se susciten; y, gracias al querer las relaciones se pueden ampliar formando comunidad.
Para hacer llevadera la convivencia además de reconocer la libertad y la singularidad, es necesario asumir que el hombre tiene defectos, limitaciones y que pese a que puede, no quiera, características que se expresa y manifiestan con arreglo a la manera de ser y pensar de cada quien. En este sentido, la plena coincidencia en las relaciones interpersonales es inverosímil precisamente porque somos libres e irrepetibles. La convivencia – a pesar de las reacciones temperamentales, irrespetuosas o poco afables de los otros y las propias – es mejor que el individualismo, permite que la persona se complete y complemente de cara a su realización y madurez personal.
Aun afirmando categóricamente que todo abuso, maltrato o denigración perpetrada a un alumno, debe ser extinguido inmediatamente siguiendo los debidos rocesos. Insisto, a pesar de recusar firmemente el bullying en las escuelas, acentuarlo en extremo, desde muchos frentes, es más bien contrapoducente. La noticia generalizada, sistemática y articulada de un particular suceso o conducta perversa, cae en subjetividades disímiles cuya reacción inmediata, se balancea entre la preocupación o comportamientos defensivos. Si de modo constante, se lee, escucha y mira, no una sino muchas veces, que en todos los colegios el bullying campea sin coto, como si fuera una enfermedad bacterial, los padres reaccionan con aprensión al punto que recomiendan a sus hijos no confiar en nadie y estar a la defensiva. De ahí que, en el tiempo, el compañero se convertirá en un lobo del que se tiene que huir sin cesar. Si mi par es mi “enemigo”, se reducen – para guarecerse – las vías de apertura hacia los demás. Por este atajo se arriba al individualismo y, a ser el centro de toda referencia, por lo que, las cualidades y los aportes de los otros se desaprovechan y se paralizan los intercambios en las relaciones. Si desde la escuela, el compañero de carpeta se torna en ajeno, por qué cuando ciudadano debo preocuparme por mis conciudadanos.
En la escuela, los alumnos están 13 años juntos. Ellos no pasan por sino que habitan la escuela. Desde pequeños participan de una misma meta: aprender, por eso es que el compañerismo y la amistad germinan. Gracias al hecho de “estar juntos”, aprenden unos de otros, descubren su identidad, por contraste, sus capacidades, la comprensión y la solidaridad. Una mirada positiva de la convivencia configura a la escuela como – toda ella – una gran situación de aprendizaje.