“Semana Santa” es la Semana Mayor en la liturgia católica. En ella, conmemoramos los principales acontecimientos en la vida de Jesús de Nazaret: su pasión, muerte y resurrección, que – al mismo tiempo – se constituyen en los acontecimientos por los que, sus discípulos creemos que, en seguimiento de Jesucristo, alcanzamos nuestra salvación, nuestra vida plena, abundante, eterna y feliz.
La Semana Santa se abre con el llamado Domingo de Ramos, en el que conmemoramos la entrada de Jesús a Jerusalén, aclamado por las gentes con mantos y ramos de olivo, como “el que viene en el nombre del Señor”. (Mc 11,9-10) Misma ciudad y mismas gentes que, pocos días después, serán lugar, testigos y cómplices de la condena al inocente Jesús y de su muerte en cruz.
Jueves, Viernes y Sábado de esta misma Semana, son tres días conocidos como el Triduo Pascual.
El Jueves Santo, los cristianos conmemoramos la Cena-Testamento y despedida de Jesús, en la que, nos da ejemplo de un nuevo modo de ejercer el poder sirviendo, hasta lavar los pies de sus discípulos (Jn 13) y nos deja, como nueva y única ley para sus discípulos, el mandamiento del amor. Amor que brota del reconocimiento de Dios como Padre y de todos como hermanos. Amor con el que, en adelante, sus discípulos han de entablar todas sus relaciones y será la “señal” de que son cristianos (Jn 13,35).
La fracción del pan, cena del Señor o eucaristía (1 Cor 11,23-32) será, en para los discípulos, signo de la presencia de Cristo en la comunidad: “Haced esto en conmemoración mía” (Lc 22,19). Como el pan cotidiano convoca, hermana y fortalece la vida de los comensales, alrededor de la misma mesa, Cristo – confesado como Pan de Vida – es quien convoca a la comunidad eclesial, quien nos reúne como hermanos y nos hace “uno” (Jn 17,21-23) y quien nos da la vida, vida nueva y abundante (Jn 10,10).
El Viernes Santo, con la lectura del texto del evangelio de Juan, conmemoramos la pasión de Jesús, el juicio injusto, la condena, los padecimientos, burlas y desprecios sin cuento como al peor malhechor, el camino hacia el Gólgota y la muerte en cruz del nazareno.
El Sábado Santo, permanecemos, en oración y silencio litúrgico, junto a la tumba de Jesús y, al filo de la medianoche, celebramos la vigilia pascual: el acontecimiento más importante en la vida de los creyentes: la resurrección, la pascua, el paso, la renovación de la mente (Ef 4,23-32), la transformación de la vida que experimentaron y experimentan hoy los que se encuentran con Cristo. “Paso” a una vida nueva por la que, los cristianos, confesamos al Crucificado Resucitado, Viviente entre nosotros, Señor de la Vida y de la historia.
Dos mil años después de estos acontecimientos, una celebración válida de la semana santa nos pide, no sólo hacer memoria o recordación de los hechos pasados acaecidos en la persona de Jesús sino conmemorar, es decir, revisar nuestro presente histórico a la luz de aquellos acontecimientos, para constatar, mirando hacia el futuro, que la vida, hechos y palabras de Jesús iluminan nuestras propias vidas, que también hoy millones de inocentes siguen siendo condenados injustamente, para confesar que hoy seguimos necesitados del mandamiento del amor y de la transformación de nuestras vidas que celebramos en la pascua de la resurrección.
Conmemoramos que todo lo acontecido en el pasado de Jesús continúa teniendo repercusiones actuales y aconteciendo en la vida de quienes – como Jesús – viven en la verdad, aman, sirven, trabajan por la paz y la justicia y anhelan un mundo mejor, más humano, más fraterno y solidario.
En nuestra cotidianidad, desgraciadamente, nos hemos ido acostumbrando a las injusticias que engendran violencias, a los mil atropellos contra los derechos humanos, a los exterminios en masa y a la muerte. Pero no estamos acostumbrados a que un hombre entregue su vida por lo que cree y en favor de los otros.
La Semana Santa, especialmente el Viernes Santo, nos recuerda que en la hondura del alma humana también existe la bondad, la capacidad de servicio y entrega por los otros. A este estilo de vida es al que nos invita Jesús de Nazaret. A ser capaces de “negarnos a nosotros mismos” (Mt 16,24-26) con tal de servir con nuestras vidas a mejores causas, a causas más nobles, a interés más altos, al bien común y a todos los valores, ideales, anhelos y aspiraciones más propios, connaturales y ciertos de todo ser humano.
El Viernes Santo nos recuerda que también hoy – como en aquel tiempo ocurrió con Jesús – hay inocentes condenados a muerte, hay millones cargando con cruces que otros les imponen injustamente, que hoy también hay caídos en el camino de la vida – tres y muchas veces – y en todos los rincones de la tierra.
Caídos por hambre, por vicios, por el abandono, abatidos por las faltas de oportunidades sociales, abatidos por el peso de existencias sin esperanza, clavados en la cruz de situaciones de vida indignas que no eligieron o que no logran cambiar, despojados de sus derechos como personas y como ciudadanos.
Hoy también hay miles de profetas, hombres y mujeres, perseguidos, mártires por la verdad. Hoy, también urge la presencia de cireneos y de verónicas, de hombres y de mujeres que ayuden a cargar la cruz de sus hermanos, que enjuguen el rostro de sus semejantes. Urge la presencia de hombres y de mujeres que, en seguimiento del hijo del carpintero y maestro de Nazaret, entiendan la convivencia humana como una oportunidad para servir y compartir el pan cotidiano y como un espacio para la fraternidad, con la certeza de que “hay más alegría en dar que en recibir” (Hc 20,35)
La vida de Jesús, como la de ningún otro personaje en la historia, está marcada por los contrastes, por lo desconcertante, por las paradojas. Su vida, hechos, palabras, actitudes, mensaje e invitación siguen vigentes hoy, como una invitación universal a humanizarnos, amándonos y sirviéndonos los unos a los otros para construir en el mundo el reinado de Dios, para acercar a nuestra humanidad la divinidad, para hacer cielo en la tierra (Ap 21,1), para que donde hay mal abunde el bien, para que la anhelada paz sea posible, para construir un mundo fraterno según las enseñanzas del Evangelio.