“Quien salva una vida, salva al mundo”. Este proverbio hebreo del Talmud guía la defensa de la vida humana que hace el cineasta británico, James Hawes, en la película “Los niños de Winton”. El film se basa en la gesta de un ciudadano corriente que salvó a 669 niños de morir en los campos nazis, en vísperas de que Hitler invadiera Polonia, estallando la II Guerra Mundial. La biografía de Nicholas Winton es un ejemplo de decencia, bondad y amor al prójimo que invita a vencer la indolencia ante el sufrimiento de los otros, cuestiona políticas contra la vida y pone ante nuestros ojos hechos execrables de nuestra historia que hoy se repiten.
Nicholas Winton (Anthony Hopkins), ya octogenario, conserva en uno de los cajones de su despacho un portafolios marrón que su esposa Grete (Lena Olin) le invita a donar, convencida de que tal acción pondrá fin a incesantes noches de insomnio y angustia. Pero, Nicholas se resiste a desprenderse de un maletín que necesita legar, como él afirma, a quienes sepan reconocer su valor porque es el testimonio de “muchas historias de las que necesitamos aprender”. El portafolios contiene la única prueba de hechos que han permanecido en el anonimato durante cincuenta años. Se trata de un álbum con documentos y fotografías tamaño carnet de los rostros de más de mil niños checoslovacos de la zona de los Sudetes. Ese territorio fue en 1938 la concesión a Hitler de una Europa débil y fragmentada que permitió su anexión al régimen nazi en un intento fallido de evitar la invasión de Checoslovaquia y una segunda gran guerra. Sin embargo, aquel acuerdo con Hitler de los gobiernos de Gran Bretaña, Francia e Italia no sació el expansionismo nazi, tampoco evitó el conflicto bélico, pero sí provocó el primer desplazamiento de miles de refugiados a Praga, en aquel momento, aún no ocupada.
Entonces, un joven corredor de bolsa británico, Nicky (Johnny Flynn), de vida acomodada, educado en valores profundamente humanistas e implicado en organizaciones benéficas, viaja a instancias de su amigo Martin Blake (Jonathan Pryce) a los campos de refugiados de Praga. Ver con sus propios ojos los horrores y atrocidades de las familias abarrotadas en condiciones infrahumanas, a la intemperie, en el barro, sin comida y a expensas del horror que se avecinaba lleva a Nicholas a involucrarse en una acción heroica que quiso dejar en el más absoluto anonimato. Éste, con ayuda de algunos miembros del comité británico para refugiados de Checoslovaquia, encontró acogida en hogares de Inglaterra a 669 niños, en su mayoría de origen judío, que con toda probabilidad iban a morir junto a sus familiares en los campos de concentración nazis.
Los niños de todas las edades que sus progenitores confiaban a Winton, hacían un viaje de dos días en tren con visados británicos. Babette (Helena Bonham), madre de Nicholas, ayudaba a gestionar los documentos, las donaciones económicas de 50 libras para garantizar al gobierno británico el coste del viaje de regreso de cada menor y a localizar familias de acogida que se comprometían, sin ningún ánimo de lucro, a cuidar y proteger a los niños hasta que pudieran reencontrarse con sus parientes de origen. Nicky tomó la determinación de salvar a menores “de todos los credos y de ninguno” por un compromiso con la decencia moral, la bondad, y el respeto a la vida humana que consideraba propio de la “gente corriente que no toleraría algo así, si conociera la verdad”. Su lema era: “Si crees que algo es posible, debes hacerlo o, al menos, intentarlo”.
Sin embargo, lo que al final de su vida seguía atormentando a Nicholas Winton y, en mitad de la noche, le conducía a sacar el álbum de fotos del maletín y a mirar con una lupa las fotografías de los rostros de cada niño era el recuerdo fatídico de lo que sucedió con el noveno tren y el trágico destino de los menores a los que no pudo rescatar. El día de partida de ese convoy con otros 250 niños que esperaban ser acogidos por familias inglesas, Hitler invadió Polonia y estalló la II Guerra Mundial. Aquellos menores y sus padres acabaron en los campos nazis de Terezín, Auschwitz, Treblinka y Bergen-Belsen.
En la filosofía de Emmanuel Lévinas, el rostro del otro, invita a la renuncia del yo y abre un camino de orientación y sentido, lugar de la ética y del humanismo, que explica la llamada de Winton a la responsabilidad por el prójimo tanto como su falta de consuelo por sentir que no había podido acabar lo que había empezado. Nicholas conocía a cada uno de aquellos pequeños, los había fotografiado él mismo, sabía sus nombres, se había encontrado con ellos cara a cara y ello implica una llamada a darse y a servir al otro. “Tengo que mantener a raya mi imaginación porque si no me habría vuelto loco”, afirma en una escena en la que alguien le pregunta si piensa, alguna vez, en lo que les pasó a los niños que no pudo salvar. El aliento de familiares y amigos, invitándole a dar un justo valor a su acción con razones basadas en la imposibilidad de salvar a todas las criaturas en aquellas circunstancias trágicas, o que rescatar a 669 fue un milagro si se tiene en cuenta que sólo 200 de 15.000 menores sobrevivieron a los campos nazis no son suficientemente poderosas para aplacar el dolor interno del protagonista.
“Quién salva una vida, salva al mundo”
Sólo un acontecimiento inesperado no curará, pero sí va aliviar la herida infinita abierta por la sensación de haber fallado a su compromiso con el prójimo. Martin Blake, testigo de la proeza de Winton, contacta con una historiadora, casada con el magnate de la prensa, Robert Maxwell, de nacionalidad británica y origen checoslovaco. Una de sus cadenas televisivas consigue poner en contacto a muchos de los niños salvados por Winton que, ya adultos, logran expresar, de forma personal, su gratitud a quien hizo posible que pudieran desplegar sus vidas y aportar novedad al mundo con nuevos nacimientos. Esa acción se convierte en un acto redentor recíproco: entre quienes sentían culpa por haber sobrevivido a sus familiares y, a la vez, necesitaban mostrar agradecimiento por seguir vivos, y el propio Nicholas Winton que, al final de su vida, podría experimentar una cierta paz y comprobar la verdad del proverbio hebreo: “quién salva una vida, salva al mundo”. Más de 6.000 personas viven, actualmente, gracias a aquel rescate de Praga. El final del film resulta muy revelador en ese sentido. Winton, hasta su muerte, a los 106 años, continuó en contacto con algunos a quienes salvó y aquel álbum pertenece al fondo del Museo del Holocausto de Israel.
Por otra parte, muchas de las escenas de la película tienen eco en acontecimientos actuales. El anhelo expansionista del líder ruso, Vladímir Putin, y la invasión de Ucrania recuerdan la ambición desmedida de Hitler. Según ACNUR, hay 114 millones de refugiados en el mundo. Las atrocidades que capta la cámara del cineasta, James Hawes, de aquellos refugiados de los Sudetes en Praga tienen su correlato en las imágenes que nos llegan de Gaza o de Ucrania. Idénticos horrores ocurren en otros lugares del mundo que han dejado de interesar a los medios de comunicación, pero que no han desaparecido. Contribuir en aquello que está a nuestro alcance es la lección de esta historia de coraje y humanidad, pero también de esperanza inquieta de Nicholas Winton que no era un soldado, sino un ciudadano corriente, luchando por la decencia y la compasión, algo que dice mucho sobre nuestras elecciones individuales y como comunidad.
El padre de la bioética personalista, Elio Sgreccia, subraya el valor fundamental de toda vida humana, su inviolabilidad y la obligación de respetarla y defenderla como primer imperativo ético. La libertad es hacerse cargo, precisamente, de forma responsable de la vida propia y de la ajena como un bien personal y social que interpela a todos frente a distintos tipos de supresión como las guerras, genocidios, pero ojo, también frente a políticas con etiquetas de progresistas que recurren a eufemismos y razones orientadas a lograr consensos cuando lo que de verdad está en juego es poder decidir qué vidas merecen o no ser vividas. En “la noche oscura de lo humano”, decía María Zambrano, sólo queda la esperanza, fondo último de la vida humana, de que los seres humanos recuperemos la dimensión trascendente y espiritual como vehículo para entrar en comunión con el otro.
Amparo Aygües – Master Universitario en Bioética por la Universidad Católica de Valencia – Colaboradora del Observatorio de Bioética