José María Montiu, sacerdote y doctor en Filosofía, ofrece este artículo titulado “Una anécdota: canción de cuna de Juan Pablo II”, el Papa grande.
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Todo el mundo sabe que el Papa san Juan Pablo II, el Magno, ha sido como un cometa de luz que ha recorrido todo el círculo celeste que envuelve el planeta Tierra, iluminando así todo el orbe.
Frutos de la grandeza de este Papa han sido sus documentos, los viajes apostólicos, las canonizaciones, las Jornadas Mundiales de la Juventud, etc. ¡Una inmensa montaña de grandes realizaciones!
Pero, ¿dónde se encuentra lo que más retrata a san Juan Pablo II?, ¿dónde, lo que más nos hace ver quién era en realidad tan gran Santo Padre? ¿Dónde, la radiografía de su espíritu, su quintaesencia?
Para intentar responder a esta pregunta me remito a la anécdota que sigue. Un sacerdote amigo me contó que unos jóvenes, llevados por la audacia de querer estar cerquita del Papa san Juan Pablo II, penetraron, sin permiso alguno, en las dependencias pontificias. ¡Allí se encontraba el Papa! Allí estaba, ignorando dicha incursión furtiva. Así, pudieron contemplar al Santo Padre en su espontaneidad, en su intimidad con Jesús, en lo que él hacía cuando estaba sólo. Se encontraron con que el Papa, ya mayor, y ya muy enfermo, estaba en una silla o sillón, que poseía unos brazos sobre los que estaba montado un pequeño sagrario. Así, lograba tener muy cerquita a su Jesús. En aquellos momentos, san Juan Pablo II, le estaba cantando a Cristo Eucaristía una canción polaca de cuna, una nana. Es algo precioso estar allí, oyendo al Papa, en su intimidad, oír de sus labios el canto con el que una madre arrulla a su pequeñín.
Notemos, al respecto, que una madre entrega de modo muy especial su cariño y su afecto a su hijo más pequeño, porque es pequeño; a su hijo enfermo, porque está enfermo; a su hijo que experimenta el sufrimiento, porque está sufriendo. La Doctora de la Iglesia, santa Teresa de Lisieux, decía: Dios quiere al pequeño porque es pequeño, quiere al enfermo porque es enfermo. Además, el Papa Juan Pablo II, en su encíclica “Dives in Misericordia”, ha afirmado que podemos tener misericordia de Jesús. Esto es claro, pues, a imitación del ángel, podemos ser consuelo de Jesús en su oración del huerto de Getsemaní, cuando su alma estaba triste hasta la muerte, cuando su espíritu sufría tanto por los pecados del mundo, por las ofensas que le hacían hombres de todos los tiempos.
El canto de cuna del Papa, pues, está en plena coherencia, y en plena sintonía, con el amor a Jesús, con ser misericordiosos con Él, con consolarle. Además, dicha imagen suscita en la mente la delicadeza amorosa, y el consuelo, de una madre con su pequeñín, con su recién nacido.
Pienso, pues, que la antedicha imagen del Papa, eucarística y maternal, es como una radiografía de quién era en realidad Juan Pablo II, el Magno. Pone ante nuestra vista su corazón: amor, misericordia.
En esto estaba metido entero su pontificado. En esto se había sumergido de cabeza el Santo Padre. Esto, a su vez, cuadra perfectamente con esta afirmación suya: el mensaje de la divina misericordia “es algo muy querido: en cierto sentido forma una imagen de mi Pontificado”. “Desde el principio de mi Pontificado he considerado este mensaje como mi cometido especial. La Providencia me lo ha asignado”. “Quiero transmitir al nuevo milenio y a todo el mundo, este mensaje de la Divina Misericordia, para que conozcan mejor el verdadero rostro de Dios Misericordioso”. En este deseo tan intenso de querer que sea conocida la faz de Cristo misericordioso, no está sólo la vivencia de la misericordia que Dios tiene para con nosotros, sino que está también el amor intenso que impulsa fuertemente al alma a contemplar su rostro, el rostro del Hombre-Dios. Y una de las imágenes privilegiadas de la faz de Cristo, precisamente conocida como la santa faz, es su cara durante la Sagrada Pasión. Y, ante el rostro de Cristo desfigurado por el sufrimiento, está la misericordia para con él.
La imagen eucarística antedicha, a su vez, interpela a cada uno de nosotros. Pues, nuestro adorable redentor ha dicho que quién hace su divina voluntad es su madre. Y, san Juan Pablo II, el Magno, ha afirmado que la Iglesia ha de ser una cuna para Jesús. Se abre, pues, una pregunta: ¿Cuántas veces, tú, y yo, le hemos cantado a Jesús en el sagrario una canción de cuna, o lo que espiritualmente equivale a esto?
Hay también aquí un parecido con san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, que piadosamente bailaba con una imagen del Niño Jesús que tenía en sus brazos. Lo hacía el mismo que decía que estaba loco. Si, loco, pero loco, loquito de amor por Jesús.
En definitiva, la grandeza de san Juan Pablo II, el Magno, estuvo, ante todo, en que fue un corazón que amaba a Cristo, un íntimo del Señor, alguien capaz de cantar una canción de cuna a Jesús en la Sagrada Eucaristía. ¡Esta fue su mayor genialidad!