Con motivo de los 800 años de la aprobación de la regla de la primera orden franciscana de los Hermanos Menores.
La alegoría de la castidad
Llamados en libertad a la plenitud y dignidad de nuestro ser, en el camino del Señor todos buscamos que las tres facetas de nuestra esencia y condición humana –alma, cuerpo y mente– logren integrarse armoniosa y cabalmente en unidad. No es una vereda fácil –hay que mantenerse en lo difícil, recomendaba el poeta Rainer Maria Rilke, y todo lo serio es difícil, añadía– porque nuestras tres naturalezas con frecuencia siguen su rumbo sin orden ni concierto, sin el acompasamiento con las otras, cerrándonos en círculos que no poseen salida fértil y alejándonos de la senda que en verdad nos lleva a manifestar la fuerza de la vida en nuestro potencial de amor. La guía de la conciencia, del espíritu que anima, orienta y funde en unidad las otras facetas de nuestro ser, resulta así fundamental. Por ello el Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que todos sus miembros, cada uno en su estado, poseemos “la vocación a la castidad” en la totalidad del don de nuestras personas, don que hemos recibido de Dios Padre. Veamos cómo nos lo explica textualmente:
“La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer” (Nº 2337)
Y añade: “La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana”, siempre dirigida hacia la consecución del bien. Es necesario que de esta forma el ser humano “actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa” (Nº 2339). Ciegos impulsos internos, coacciones que vienen de un ambiente arrollador, intensas e incontrolables pasiones: todas se nos pueden figurar como fuerzas casi invencibles y a veces pueden devenir en inconmovibles inercias de aparente normalidad. Pero en nuestra sed auténtica de libertad y constante búsqueda de plenitud en el bien, ¿comprendemos entonces cómo la castidad aparece, con su nombre humilde, como la opción firme de un sencillo decidir que establece la base más sólida, la misma que sostiene y permite la construcción? La vocación a la castidad se hace así manifiesta en la existencia que nos toca vivir, a los casados en la vida conyugal de fiel y mutua entrega amorosa, y a los solteros y a los consagrados –mediante voto especial– en la vida célibe y continente. Mas, en la conciencia de este camino que sigue la lógica de integración de la persona y cuidar con sumo esmero la convivencia entre nosotros, hay algo que es primario y esencial. Nuestra fe nos lo revela desde el Bautismo y nos lleva a contemplar y entender la verdad. San Pablo nos lo recuerda con una pregunta retórica: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Corintios 3, 16). Entonces, con este inmensísimo don, ¿Cómo no cuidar, respetar y venerar nuestro templo y el de nuestro prójimo, quien también nos muestra en su persona la imagen del Señor?
La alegoría de la Santa Castidad podemos apreciarla en el plemento dedicada a ella. Como una doncella con velo y barboquejo en actitud de oración ante un retablo tríptico, la castidad aparece en la ventana flanqueada por columnas salomónicas con capitel corintio, que se destaca abierta en la alta torre central de un poderoso castillo de piedras con almenas gibelinas. Dos ángeles le ofrecen una corona y una planta en su verdor, como sugiriendo respectivamente el dominio del espacio en que se encuentra y el vigor y lozanía de la vida que crece en él. Afuera y en torno al castillo, ángeles guardianes fuertes y veteranos –sus barbas así lo sugieren–, armados con escudos y azotes de disciplina, custodian las murallas. Al frente se observa a un joven que es bañado por dos ángeles mientras otros dos aguardan con toallas para enjugarlo en una como ceremonia inicial de limpieza y purificación en la senda casta, al tiempo que desde el borde de la muralla almenada la Santa Limpieza (S. MUNDITIA podemos leer en el fresco) y la Santa Fortaleza (S. FORTITUDO) le ofrecen sus dones de identificación y defensa: una larga asta con estandarte blanco y un escudo de coraje. A nuestra derecha, la Penitencia (PENITETIA) con alas, capucha y un azote de disciplina, junto a tres jóvenes al parecer religiosos y que nos llevan a pensar en los ángeles custodios, expulsan con sus armas peculiares –jabalina para apartar, linterna para iluminar, regla-escuadra para la mesura y rodela defensiva– a las figuras monstruosas del ciego amor de impulso carnal (AMOR), el ardor pasional (ARDÕ) y la impureza o deshonestidad (ÎMUNDITIA) que cae al abismo; estas son acompañadas al fondo con la negruzca imagen de la muerte espiritual (MORS) armada con su hoz. Como un postre de esta alegoría, a la izquierda, con un ángel cuyo perfil se insinúa al fondo y que porta una cruz que indica el camino, vemos a San Francisco que invita gentilmente con su mano derecha a ascender y entrar en el ámbito sagrado de la castidad a tres personajes anhelantes que son emblema de las tres órdenes fundadas por su inspiración: los frailes menores, las clarisas y los terciarios o franciscanos seglares que llevan su vida adelante en el mundo. Una invitación que se reitera en la contemplación del magnífico fresco.