Todos hemos experimentado una desgarradora impresión al ver las imágenes de los terremotos en Turquía y Siria. Con estupor hemos escuchado como la cifra en miles de muertos sigue subiendo cada día. Las historias de los rescatados entre los escombros son sobrecogedoras, como aquella de la niña recién nacida que sobrevivió, mientras que el resto de su familia perecía entre las ruinas.
Ante tanto sufrimiento, junto con la impotencia de no poder hacer mucho más, se levanta la pregunta, “¿dónde estaba Dios cuando ocurrió esta catástrofe? Algo dentro de nosotros nos dice que no se vale, principalmente al ver los videos de niños heridos, huérfanos, familias que lo han perdido todo. La pregunta se repite con relativa cadencia cada vez que nos azota una calamidad natural, sea terremoto, tsunami, huracán, o lo que sea: ¿Dónde está Dios?
En realidad, no es nueva esa pregunta. Por ejemplo, es paradigmático el caso del Terremoto de Lisboa en 1755, que causó la muerte de más de 100 mil personas. Por esa época estaba de moda la Teodicea de Leibniz, según el cual Dios había creado “el mejor de los mundos posibles”, y como mencionó Theodor Adorno, “el terremoto de Lisboa fue suficiente para curar a Voltaire de la Teodicea de Leibniz”. Ante catástrofes de tal magnitud, estaba claro que no vivíamos en “el mejor de los mundos posibles”. Nuevamente, frente a la tragedia de Turquía y Siria, se vuelve a refrendar esa dura lección de la historia.
¿Cómo enfrenta la Teología católica la sospecha de la ausencia de Dios, del vacío de Dios al que abruptamente nos empujan las tragedias? De hecho, una sencilla pero profunda película del 2008 lo plantea expresamente: “El Juicio de Dios” (God on Trial). Si Dios existe, ¿cómo pudo permitir Auschwitz? La respuesta ante el mal causado por el hombre es más sencilla: Dios no quiere el mal, pero lo permite, porque “ha corrido el riesgo de nuestra libertad”. Dios es omnipotente, pero no puede hacer cosas contradictorias: un circulo cuadrado, o que la parte sea mayor que el todo. No puede hacer un mundo libre donde siempre obremos bien por necesidad. Si hay libertad, hay capacidad de mal, y por ello, aunque sea solo por estadística, algunas veces lo cometemos. Es verdad que en ocasiones –como en Auschwitz- nos da vértigo esa capacidad de mal que se esconde en el corazón humano.
Ahora bien, esa sencilla respuesta funciona para explicar el mal libre que nosotros los hombres causamos y que va haciendo cada vez más insufrible el mundo en que vivimos, pero no explica los cataclismos naturales, como los terremotos de Siria y Turquía. La Teología aquí hilvana muy finamente sus razones. Lo explica san Pablo en el capítulo octavo de la Epístola a los Romanos: “La creación fue sometida a la vanidad… en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción… la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Romanos 8, 20-22). Lo que nos transmite Pablo en este breve texto es, nada más y nada menos, que las repercusiones cósmicas del pecado. Dicho brevemente: el pecado original no sólo nos afectó moralmente a los hombres, sino que hirió ontológicamente a toda la creación. Por eso es imperfecta, por eso es cruel, por eso en ocasiones nos causa daños enormes.
Es también parte de la revelación, que esperamos unos “cielos nuevos y una Tierra nueva”, la cual ya no está herida por el pecado y, por lo tanto, ya no sufre de dolor, enfermedad y muerte. Pero ello sucederá hasta la escatología, es decir, al final de los tiempos. La creación, tal y como la conocemos ahora, está “en estado de vía”, es decir, camino hacia su perfección y cumplimiento. El trabajo del hombre, la ciencia y la técnica cooperan a tal efecto, si se utilizan respetando la naturaleza humana. Nos toca hacer de este mundo un lugar más vivible, gracias a nuestro trabajo y solidaridad. Pero, de vez en cuando, la naturaleza nos recuerda que está herida, y que no bastan todos nuestros esfuerzos para “domesticarla”. ¿Dónde está entonces Dios? En el esfuerzo de los rescatistas, en la solidaridad del mundo, en el corazón de los que sufren por el terremoto.