Jorge Mario Bergoglio, san Josemaría y Hannah Arendt. Los tres nos transmiten pensamientos esperanzadores, para la cotidianidad de nuestra vida, con sus limitaciones, errores y pecados.
Comencemos por Francisco, en realidad, Jorge Mario Bergoglio, ya que la cita está tomada de un libro entrevista titulado: “El Jesuita”, de cuando era arzobispo de Buenos Aires: “Para mí el sentirse pecador es una de las cosas más lindas que le pueden suceder a una persona, si la lleva hasta las últimas consecuencias… Cuando una persona toma conciencia de que es pecador y que es salvado por Jesús, se confiesa esta verdad a sí misma, y descubre la perla escondida, el tesoro enterrado. Descubre lo grande de la vida: que hay alguien que lo ama profundamente, que dio su vida por él.” Una de las experiencias más traumáticas en la vida espiritual es descubrir que en realidad no somos tan buenos como pensábamos, que cargamos miserias y pecados, de las cuales muchas veces no conseguimos desembarazarnos. Aceptar nuestra condición de pecadores y al mismo tiempo sabernos amados por Jesús, así como somos, es una de las verdades más consoladoras de nuestra fe, que el Papa saca a luz en este texto con particular lucidez.
A san Josemaría y a sus hijos espirituales, se les he tildado con frecuencia de perfeccionistas, por su magnánima aspiración a la santidad, de forma que tal ideal podría conducir a una forma de exigencia exagerada, incluso inhumana o, por lo menos, poco comprensiva. Sucede con él, como con la institución por él fundada, el Opus Dei, como cuando uno se forma un juicio de primera impresión, de simpatía o antipatía. En realidad, ese juicio es arbitrario, hace falta tiempo y conocimiento más profundo para hacerse cargo de quién es en realidad, esa persona. Así sucede cuando nos sumergimos en los textos de san Josemaría, pues en ellos muestra un profundo conocimiento de la naturaleza humana, frágil, pero que es capaz de elevar los ojos hacia Dios; sirva el siguiente ejemplo, entre muchos:
“Llegará un momento en que hemos de estar contentos siempre de ser como somos: ¡pobre cosa! ¿Tú querrías ser un diamante? ¡Pues no, señor!, te he llamado barro de botijo. Di al Señor: me ofrezco a Ti, para Ti solo y querría lucir como un diamante. Pero como barro de botijo, que es lo que soy, tan poca cosa, Tú me aprovecharás, y yo haré lo posible por servirte.”
En esta referencia, “el santo de lo ordinario” -como le llamó san Juan Pablo II-, nos recuerda que, a pesar de nuestras limitaciones y miserias, siempre podemos servir a Dios, a la Iglesia a las almas. No podemos excusarnos en nuestros pecados para dejar de colaborar en la obra de la redención. En otro texto, también muy esperanzador y autobiográfico, nos dice: “a pesar de mis miserias, quizá por ellas, mi amor es un amor que se renueva cada día.” Y definía la vida cristiana como un continuo “comenzar y recomenzar”, de modo que está permitido caerse, pero está prohibido no levantarse.
Por último, citamos a una profunda pensadora judía, una de las filósofas más importantes del siglo XX, discípula de Martin Heidegger. Por su talante filosófico -y no pastoral, como podrían ser las consideraciones de Francisco o san Josemaría- se muestra más profunda, pero va a la raíz de la cuestión. Ella, sin ser cristiana, tenía en alta estima al cristianismo, particularmente admiraba y quería al “Papa Bueno”, san Juan XXIII. La reflexión que compartimos a continuación, es sobre la fidelidad, que perfectamente puede aplicarse a la fidelidad a la vocación, sea matrimonial -como lo entiende ella- o al celibato apostólico:
“Fidelidad, True, Verdadero y fiel. Es como si aquello a lo que uno no puede guardar fidelidad nunca hubiera sido verdad. De ahí el gran crimen de la infidelidad, que es una manera de liquidar lo-que-ha-sido-verdad, de anular lo que uno mismo ha traído al mundo; equivale a un auténtico aniquilamiento, pues en la fidelidad, y solo en ella, somos dueños de nuestro pasado: su existencia depende de nosotros…”
Como puede desprenderse de la cita de nuestra pensadora -que no era ninguna santa-, la fidelidad a nosotros mismos, a nuestra identidad última, depende de nuestra fidelidad a nuestra vocación, a nuestro camino. No hacerlo equivale, en cierta forma, a violentar metafísicamente nuestra historia, nuestra identidad, nuestro pasado. Nuestras miserias y pecados, en consecuencia, no nos eximen de nuestro deber de fidelidad.