Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo Domingo, 13 de marzo de 2022, titulado “Transfiguración”.
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Génesis 15, 5-12. 17-18: “Dios hace una alianza con Abram”
Salmo 26: “El Señor es mi luz y mi salvación”
Filipenses 3, 17 -4,1: “Cristo transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo”
Lucas, 9, 28-36: “Mientras oraba, su rostro cambio de aspecto”
Hoy celebramos el segundo domingo de cuaresma y a nosotros, al igual que a aquellos tres discípulos, nos hace la invitación Jesús para acompañarlo, seguirlo y permanecer con Él. ¿Por qué a nosotros? Porque a nosotros también nos parece muy difícil su misión y el seguimiento. Pedro a la pregunta de Jesús: “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?” Con sabiduría y valentía ha afirmado: “Tú eres el Cristo de Dios”, pero después se ha quedado desconcertado cuando le escucha hablar de que el Hijo del hombre tiene que sufrir y ser rechazado, que lo condenarán a muerte y que a los tres días resucitará. También añade Jesús que, si alguien quiere seguirlo, debe negarse a sí mismo, tomar su cruz de cada día y seguirlo. Para Pedro, y también para nosotros, suena como un desatino. Se espera un Mesías, se le busca con ansia como al verdadero libertador, como alguien poderoso y no entra mucho entre las expectativas de los discípulos que le ocurra una suerte tan trágica. Cargar cruces y negarse a uno mismo parece incomprensible en la mentalidad de Pedro y sus compañeros. Y a nosotros nos es difícil entender que quien pierda su vida la ganará y quien quiera salvarse a sí mismo se perderá. Hay desconcierto entre los discípulos y hay desconcierto entre nosotros que pretendemos una vida cómoda, tranquila y sin sobresaltos. Todo lo contrario a lo que propone Jesús. ¿Cómo entenderlo? Sólo si nos dejamos llevar por Jesús, si aceptamos su compañía, podremos comprenderlo. Hoy también, en esta cuaresma, nos invita Jesús a que subamos con Él.
“Subió a un monte para hacer oración”. El monte es la cercanía con Dios, es el ponerse en presencia de Dios y mirar las cosas como Dios las ve, con “sus ojos y su corazón”. Cuando permanecemos a ras de suelo, nuestros propósitos e intereses se vuelven rastreros. Hay que subir al monte, hay que levantar la vista, hay que despegar los ojos y el corazón de los bienes materiales para poder entender el sentido de la vida. Cristo los lleva al monte para que eleven sus metas, para que entiendan el sentido de su “éxodo”, y de la subida a Jerusalén. En un ambiente de oración, de compartir el corazón, podremos decir nuestros temores, pero también recibir la consolación y la “explicación” que da Jesús a su vida. Sus explicaciones son experiencias vividas en su presencia. Su rostro se transforma al igual que el de Moisés cuando estaba en la presencia del Señor, aparecen Elías y el mismo Moisés hablando de la muerte, “el éxodo”, que le esperaba en Jerusalén. Pedro y sus compañeros vencen el sueño para contemplar la escena y pretenden quedarse solamente contemplando. Pero el Reino de Dios no es sólo contemplar, sino construir y cargar la cruz. Transformar los rostros de los hermanos sufrientes en rostros de Jesús vivo.
“Este es mi Hijo, mi escogido, escúchenlo”. Es la voz que se escucha y es el programa que se ofrece a quien se acerca a esta escena. Podríamos decir que es el tema central de esta “teofanía” o manifestación de Dios. Sí, ha dejado ver su gloria y los discípulos han sido cubiertos por la nube, pero todo tiene una finalidad: escuchar la voz del Hijo, oír su Buena Nueva. Dejarse impactar por su mensaje y transformar, cambiar nuestras vidas. Es la clave del relato: para estar en cercanía a Jesús no es necesario armar tiendas, sino escucharlo, vivir de su palabra. La peregrinación no ha terminado, estamos en camino aunque la transfiguración ilumine brevemente el escándalo de la cruz anunciada. Cada uno de nosotros en marcha en nuestro éxodo hacia el cielo miramos el monte, como Israel miraba el Sinaí en su éxodo. En ese monte, en la figura de Jesús, en sus palabras, en su muerte y resurrección encontraremos el camino de la transfiguración. No quisiéramos la muerte, pero la muerte es signo del amor. Y, si la muerte es el mayor de los absurdos, desde Cristo, desde su muerte y su resurrección, hoy vislumbrada en la Transfiguración, jugarse la vida, gastarla en la lucha por la justicia y la solidaridad, por la verdad y la vida, es el acontecimiento fructífero por excelencia, ya que Cristo asocia a sí mismo a una multitud de hermanos.
En el marco de la Cuaresma la transfiguración de Jesús viene a hacernos comprender también nuestra propia transfiguración y la transfiguración del mundo en que vivimos. Si afirmamos que todo hombre y toda mujer son el rostro de Jesús, tendremos que reconocer que lo hemos desfigurado tanto en nosotros como en los demás y que será difícil reconocer el rostro de Jesús en esa caricatura de rostro que ofrecen los hombres de nuestro tiempo: la miseria, la pobreza extrema y la marginación, siguen haciendo muecas del rostro de Jesús. Pero también son muecas de ese mismo rostro, los rostros cubiertos de riqueza y poder, los rostros disimulados bajo los velos de los lujos, los rostros carcomidos por el odio y la guerra, los rostros desencajados por el placer o por la compraventa de personas. Hoy, nuestro reto es descubrir el rostro de Jesús en cada persona y devolver la verdadera dignidad a cada uno de ellos. Hoy también nuestro rostro debe “reflejar” esa serenidad y presencia de Dios. Que la cuaresma sea un tiempo de oración y de escucha atenta a la voz del Hijo amado.
Señor, Padre santo, que nos mandaste escuchar a tu amado Hijo, alimenta nuestra fe con tu palabra y purifica los ojos de nuestro espíritu, para que podamos alegrarnos en la contemplación de tu gloria y descubrir su rostro en cada uno de los hermanos. Amén