Tragedia interior

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Don Luis Herrera Campo ofrece a los lectores de Exaudi una meditación llamada «Espacio libre de miedos».

La vida del cristiano es dramática, la representación del diálogo entre la libertad y la gracia. Somos actores: lo que nosotros no hagamos se queda sin hacer. Y dentro del drama, la vida pertenece al género trágico. Está impregnada de sufrimiento y cruz, a todos los niveles. Pero el protagonismo de la vida pertenece a Cristo, el Dios que ha venido a mezclarse con nuestras tragedias para transformarlas en amor, y por tanto en felicidad.

Los tres evangelios sinópticos, es decir, Mateo, Marcos y Lucas, nos transmiten una escena de la vida del Señor especialmente colorida. Es incluso una historia dentro de una historia. Jesús ha atravesado el lago de Genesaret y está rodeado de una multitud. Entre ella, se abre paso Jairo, el jefe de la sinagoga. Quizá ayudado por su autoridad, llega hasta Jesús para exponerle que su hija está moribunda, pero confía en que Jesús le imponga las manos y quede curada. La autoridad religiosa de Israel reconoce el poder y la superioridad de Cristo. Jesús lo acompaña y, en el interim, se acerca a una mujer que lleva doce años con un flujo de sangre, una enfermedad para la que, para curarse, ha gastado toda su fortuna de manera infructuosa, no ha hecho más que empeorar. Acercándose por la espalda, toca el borde del manto del Señor y queda curada. Jesús pregunta quién ha tocado el borde de su manto. Los apóstoles se sorprenden porque hay una multitud que lo empuja, pero el Señor sabe que alguien se ha acercado con una actitud distinta, con más fe que el resto. La hemorroísa confiesa, es alabada por su fe, y es confirmada en su salud. El tiempo transcurre en contra de Jairo. En efecto, llegan de su casa para decirle que la niña ha muerto, que no moleste al maestro. Jesús lo escucha y le confirma la fe: «Tan solo cree». Llegan a la casa de Jairo, donde están las plañideras lamentándose. El Señor entra en la habitación de la hija con sus padres y los tres predilectos, y resucita a la niña, pidiendo que le den de comer.

Esa escena, tan bonita y colorida, contiene muchas enseñanzas. Quizá, entre ellas, que nuestra vida, la vida del cristiano, se caracteriza por tres rasgos fundamentales: es un drama, es una tragedia y es interior. Es dramática en primer lugar. El drama es una creación hecha para representarse. No es una fórmula matemática, no es una demostración física. No es algo que se tiene que cumplir necesariamente, sino que es algo donde interviene la libertad de las personas. Hay actores, se actúa, y según cómo lo hagan, resulta de una manera o de otra. Nuestra vida es así, es dramática y depende de lo que hagamos. Hemos nacido con una misión. Como decía el viejo profesor en el colegio que nos hizo recortar en marquetería el lema de la clase de aquel año: lo que nosotros no hagamos se queda sin hacer. Tenemos una misión en la vida en general y en cada día en particular. Nacemos con una vocación y nos levantamos por la mañana con una misión. Que la cumplamos o no, de eso depende que haya vida o que haya muerte. Como en la escena del Evangelio, que la cosa vaya mejor o peor.

Pensaremos con razón que la capacidad, el poder que tenemos para influir en la vida y en lo que ocurre en el mundo es muy pequeño. Ciertamente es así. Pero podemos compararnos con lo que ocurre en la cosmología, con lo que se denomina el ajuste fino. Hay unas cuantas constantes que, si varían infinitesimalmente, no existiría ni la atmósfera ni la Tierra ni la vida en la Tierra. Así, podemos pensar que, aunque lo que nosotros hagamos sea muy pequeño, sea infinitesimal, si no lo hacemos, de eso depende que el día de mañana, en lugar de vida, haya muerte, que no haya atmósfera. Lo que nosotros no hagamos se queda sin hacer y es importante para que, como dice ese punto de *Camino*, que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil, deja poso para dejar un mundo un poco mejor de lo que lo encontramos. Tenemos una misión que cumplir. Por tanto, no existe el tiempo basura ni el final del día ni el final de la vida. Cuando decaen las fuerzas, tenemos algo que hacer siempre y todos, y hemos de procurar estar activos. Benedicto XVI, en su primera encíclica sobre el amor, en la segunda parte de esa encíclica, hablando del agente caritativo en la iglesia, describe que sus dos rasgos fundamentales son, en primer lugar, ser creativo, hacer, cultivar los talentos que Dios le ha dado, tener iniciativa, hacer lo que está en su mano. En segundo lugar, una vez que haga todo esto, descansar en el Señor, no ser pretencioso e intentar arreglar por su cuenta los males del mundo, ser el sheriff del mundo, que excede absolutamente nuestras fuerzas.

Nuestra vida tiene carácter dramático, pero el drama se compone fundamentalmente de dos géneros: el género cómico, que se centra en la dimensión divertida, cínica de la vida, y el género trágico, que se centra en el defectuoso funcionamiento de las cosas, en el sufrimiento, en el fracaso, en el dolor. Ambas cosas, la comedia y la tragedia, se mezclan. Nuestra vida es tragicómica, pero quizá prima la tragedia. Es especialmente trágica a nivel cósmico. Lo vemos en lo que hoy está de moda, el cambio climático, y en esas noticias que saltan periódicamente a la prensa, a los titulares: un volcán por acá, un terremoto por allá. A nivel político y social, estamos constantemente lidiando con el secularismo de una sociedad y, dentro de la iglesia, entre el liberalismo de algunos que quieren romper con toda la tradición para asimilarse al mundo y el tradicionalismo de otros que entienden que toda la tradición, incluso la con minúscula, es igualmente importante. A nivel individual, palpamos la tragedia cada día. La ley de Murphy, porque lo que puede salir regular o mal, muchas veces sale así. A nivel biográfico, con el paso de los años, con las enfermedades, con la vejez, con la decadencia, con la desmemoria, las experiencias límite, etcétera, nuestra vida es trágica. Hay que contar con ello, y la fortaleza es una virtud que se caracteriza no tanto por la capacidad de acometer, sino de resistir, por la serenidad, por la sonrisa a prueba de tragedia.

El tercer rasgo, más importante de los tres, el definitivo, es que nuestra vida es interior. No solamente es drama, no solamente es tragedia, sino que es interior. La vida es una cuarta dimensión de la materia. La materia tiene tres dimensiones, pero hay algún tipo de materia que tiene una cuarta, que está organizada, que tiene un orden interior, tiene partes al servicio del todo. Esto es lo que se denomina vida. Dentro de la vida general, la vida de las plantas, la vida animal, existe una vida superior, la vida hominal, que no solamente es interior, sino que además es oculta, que pasa en el corazón, por dentro, que no se manifiesta por fuera al menos a primera vista, lo que pensamos, lo que sentimos, lo que queremos. En el interior de la persona es donde estamos llamados a vivir, en el interior de cada uno de nosotros.


El protagonista de esta escena del Evangelio que estamos comentando no es Jairo, ni tampoco es la hemorroísa, ni la hija de Jairo, sino que es Cristo. Y Cristo, que se pasea por mitad de la tragedia humana, por mitad del sufrimiento, de la enfermedad, de la muerte. En segundo lugar, como segundo protagonista, es la relación con Cristo que llamamos fe: la fe de la hemorroísa o la fe de Jairo. La hemorroísa, de hecho, representa a aquellas personas que han buscado, han gastado toda su fortuna en médicos y no han hecho más que empeorar. Han buscado la felicidad por todas partes. A nosotros mismos, que hemos buscado la felicidad en el bienestar, en que todo salga a pedir de boca, en el progreso, la salud, el dinero, el poder, la fama. Todo eso, cuando en realidad la felicidad se encuentra en tocar el borde del manto de Cristo.

Hemos de quitar el protagonismo, no dar el protagonismo que no le corresponde ni a las cosas, ni a las situaciones, ni a las personas. Se podría decir, con un punto de exageración, que vivir es una excusa para tener que compartir con Cristo. Es una comida con Cristo. Lo que se come cuando dos amigos quedan para comer no es lo importante. Lo importante es estar juntos. La comida, digamos, que es la excusa. Lo que se vive, lo que ocurre en la vida, no es lo importante. Lo importante es compartirlo con Cristo. Vivir es una excusa. Jairo, por su parte, no representa tanto esta primera llamada a compartir con Cristo la fe, o sea, compartir con Cristo lo que nos pasa, nuestra tragedia personal, sino la tragedia personal de los demás. La hija de Jairo no tiene fe, ha muerto. Quien tiene fe es Jairo, que intercede por ella. Así, cada uno de nosotros estamos llamados también a compartir con Cristo no solo nuestras tragedias, sino las tragedias de los demás. Tener una paternidad, una maternidad espiritual. Haríamos bien en tener una relación de sufrientes personas que, a distintos niveles, global y mundial, pero también ya más en círculos concéntricos, más reducidos, a nivel personal, en nuestro entorno, lo están pasando mal, en el cuerpo o en el alma, o en ambas dimensiones de la vida, y presentarlas al Señor, interceder por ellos, y consolar.

A continuación les ofrecemos el audio y el vídeo: