Hoy, lunes 2 de agosto de 2021, en “Teología para Millennials”, el sacerdote mexicano Mario Arroyo Martínez, comparte con los lectores de Exaudi su artículo semanal titulado “Los antivacunas”, en el que reflexiona sobre el síntoma de desconfianza social existente a día de hoy sobre la vacunación contra la COVID-19.
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Es una cuestión de confianza. La existencia de importantes grupos poblacionales que se oponen a la vacunación contra el COVID, pone en evidencia una acentuada crisis de confianza en las instituciones. No es banal el número de personas que se niegan a vacunarse: Estados Unidos no llegó a la meta prevista para el 4 de julio de 2021, en gran medida porque varios estados sureños redujeron a la mitad el ritmo de vacunación mientras que se multiplicaban por dos el número de los contagios con la variable Delta del virus. Es decir, los antivacunas son estadísticamente relevantes y han podido desacelerar el proceso de vacunación en un país al que le sobran vacunas.
Ahora bien, parece ser que esta es una variable del mundo COVID –nótese, no post-COVID-, pues el virus, además de causar estragos sanitarios y económicos, ha mermado la confianza en las instituciones y los estados. La gran cantidad de información contradictoria que circula en las redes, el extraño manejo de la epidemia por parte de OMS, las informaciones que daban los gobiernos en un primer momento, que posteriormente eran desmentidas por los hechos, todo ello sumado ha generado un clima de desconfianza. No estamos en el mundo “post-COVID”, porque el virus llegó para quedarse, no va a desaparecer por arte de magia.
El COVID ha traído consigo la desconfianza, porque todo ha sido muy extraño. Ahora esto se está manifestando en las personas que no desean vacunarse, normalmente por alguno de estos tres motivos fundamentales, que corren como agua en las redes sociales, y que son en ocasiones inverificables.
Un primer grupo de los antivacunas está formado por quienes tienen miedo a los efectos nocivos de la vacuna. En las noticias circulan ejemplos de personas que han tenido reacciones adversas, y, en casos extremos, han fallecido por la aplicación de la vacuna. Aunque el porcentaje es realmente irrelevante respecto de la inmensa multitud que se ha vacunado, uno nunca sabe si será parte de la estadística fatal, o puede desconfiar de la fiabilidad de los datos oficiales y pensar que en realidad es mucho más elevado el número, pero las autoridades sanitarias nos lo quieren ocultar.
El otro grupo podríamos denominarlo “conspiranóico”, que tiene dos facetas diversas. Algunos piensan que lo del COVID es un engaño, un audaz experimento de ingeniería social para tenernos controlados y limitar nuestras libertades. Dentro de este grupo están los que de plano niegan su existencia, o los que la admiten, pero la consideran mucho menos nociva de lo que nos hacen creer los medios de comunicación.
El segundo grupo “conspiranóico” sostiene que el COVID sí existe, es real, pero que ha sido fabricado por no sé qué clase de poderes oscuros (desde Bill Gates hasta Xi Jinping), para posteriormente vacunarnos. Las vacunas tendrían determinados efectos secundarios que estos poderes de facto buscan imponer a la población mundial.
El tercer grupo lo forman aquellos que no se vacunan por motivos de conciencia. Saben que las vacunas se han elaborado a partir de determinadas líneas celulares provenientes de fetos abortados y ello les crea una crisis de conciencia: no puedo estar en contra del aborto y a la hora de los problemas servirme de él, pues ello entrañaría una mentalidad pragmática y utilitarista poco consecuente con el valor intangible de la vida. A estas personas no les hace mella que el Vaticano se haya pronunciado a favor de vacunarse, ni que tanto Francisco como Benedicto XVI se hayan vacunado.
¿Qué decir a todo esto? Pues pone en evidencia cómo, en plena época de la post-verdad, la gente sigue necesitando de la verdad. El problema es que hay demasiado ruido en el ambiente, mucha distorsión informativa, y no se puede percibir con claridad dónde está la verdad. La raíz hebrea de la palabra verdad designa fidelidad, confianza.
La verdad-confianza se ha perdido, superada por el exceso de información incierta. El hecho de que “cada quien tenga su verdad y la comparta” ha producido una parálisis y una perplejidad comprensibles, las cuales nos hacen más vulnerables, proclives a ser víctimas de posturas descabelladas, como la de no vacunarse (siempre que yo esté en la verdad y no peque de ingenuo, por confiar todavía, hasta cierto punto, en las autoridades sanitarias).