Con periódica cadencia se repiten falsas alarmas sobre el posible fin del mundo. A veces algún dato poco contextualizado hace furor en las redes, sugiriendo su inminente llegada. El último de estos conatos de destrucción lo dio el asteroide 2009JF1, que hubiera podido impactar con la Tierra el 6 de mayo. Casualmente se difundió la noticia justo después del estreno de “No miren arriba”, ¿truco publicitario? No lo sabemos, pero lo que es evidente y que está ahí latente, es el temor por el fin del mundo.
La reciente pandemia nos ha dejado, en ese sentido, peor parados. Hemos palpado nuestra extrema vulnerabilidad, al tiempo que tocábamos con nuestras propias manos cómo la ciencia y la técnica, de las que tan justamente estamos orgullosos, en ocasiones no nos alcanzan para resolver nuestros problemas.
Sabemos que el impacto de un meteorito gigante, de unos diez km de diámetro, con la Tierra causó la extinción de los dinosaurios, y tememos que algo análogo vuelva a suceder. De ahí tantas películas que abordan la misma problemática; el temor a que algo que no podamos controlar acabe con nuestra especie.
Desde esta perspectiva, la visión cristiana ofrece una alternativa esperanzadora a una realidad tan funesta. De hecho, por la fe sabemos que este mundo que conocemos va a pasar, para dar lugar a “los cielos nuevos y la Tierra nueva”. Es incluso una de las oraciones propias de la liturgia cristiana: “Marana tha ¡ven Señor Jesús!”, o más frecuentemente, la invocación del Padrenuestro, que recitamos con frecuencia las personas de fe: “venga a nosotros Tu reino”, la venida del Reino de Dios coincide con el final del mundo, tal y como lo conocemos. Bajo esta perspectiva, el Apocalipsis, más que ser un libro aterrador, es un libro esperanzador, pues nos habla del gran cambio, de la transformación de un mundo imperfecto, cargado de injusticias, en el Reino de Dios.
Es verdad que el alumbramiento de tal Reino será doloroso, y nos debe agarrar preparados. Debemos estar siempre listos a rendir cuentas a Dios, pues el Señor mismo explica que la llegada de ese Reino, el advenimiento del final de los tiempos, será sorpresivo. Por más películas de Netflix que veamos al respecto, eso no nos va dejar preparados. Tampoco el que tengamos una despensa en el sótano de nuestra casa con lo necesario para sobrevivir tres meses, o unas maletas siempre listas, con lo indispensable para salir huyendo de nuestro hogar. No es esa la preparación pertinente para aguardar el fin del mundo.
Lo cierto es que cada quien tiene su fin del mundo. El fin del mundo de cada persona es su propia muerte. Es cierto que, además, habrá un suceso histórico que culminará con la historia humana para dar paso a la escatología, y que se conoce como el final de los tiempos. Pero ese evento no sabemos, ni nadie lo sabe ni puede saber, cuando sucederá: puede ser pronto, en nuestra vida, puede ser en mil años o en millones de años. De lo que no podemos dudar, sin embargo, es de nuestra propia muerte, la cual, aunque no sabemos cuándo será, es una realidad segura, y que a cada quien le toca experimentar en solitario. Para esa realidad, nuestro “fin del mundo personal” sí que debemos estar preparados, y no precisamente contratando un servicio de criogenización, sino teniendo nuestra alma en paz con Dios.
La realidad de nuestra propia muerte, así como la finitud del mundo, deberían hacernos elevar la mirada hacia los bienes que no caducan, que no pasan, los bienes espirituales. Por eso, la morbosa preocupación por el fin del mundo, de nada sirve. Nos ayuda, por el contrario, la consideración realista de que los bienes materiales, si bien son necesarios, son precarios, no son definitivos. Entonces, cometemos un error al poner nuestro corazón en ellos, en vez de ponerlo en los bienes imperecederos, de carácter espiritual. Sólo de esa forma estaremos preparados para cuando “pase la figura de este mundo”. Por cierto, el meteorito 2009JF1 es muy pequeño, apenas trece metros de diámetro, de forma que, si cayó en la Tierra, no fue capaz de producir ningún gran colapso.