Este lunes, 25 de abril de 2022, el Papa Francisco recibió en Audiencia en el Aula Pablo VI, a los Misioneros de la Divina Misericordia. El Santo Padre les exhortó: “Tened siempre a mano la manta de la misericordia -pensad en Noé- para envolver con su calor a todos los que se acerquen a vosotros para ser perdonados; ofreced consuelo a los que están tristes y solos; sed generosos como Rut, porque sólo así el Señor os reconocerá como sus fieles ministros”.
A continuación, sigue el discurso completo del Pontífice.
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Discurso del Santo Padre
Queridos Misioneros de la Misericordia, ¡buenos días y bienvenidos!
He querido reencontrarme con vosotros, porque a vosotros os he confiado el ministerio que está más cerca de mi corazón: ser un instrumento eficaz de la misericordia de Dios. Veo que cada año aumenta el número de Misioneros de la Misericordia: aquí hay otros problemas, pero está aumentando. Esto me alegra, porque significa que su presencia en las Iglesias particulares se considera importante y calificativa. Agradezco a monseñor Rino Fisichella sus palabras y la información que me ha dado sobre su compromiso misionero. Y a decir verdad, fue fiel a la inspiración de Dios, porque esto es un invento suyo; pero fue él quien me dio esta idea y me animó, porque vio la necesidad que hay en la Iglesia de vuestra presencia, de vuestra voluntad y de vuestra cercanía para perdonar: para perdonar, sin pasar por tantos canales. Como escribí en la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium: “La evangelización se lleva a cabo en particular mediante el anuncio de la misericordia divina, a través de diversas modalidades y expresiones. A este fin contribuye de manera especial la acción específica de los Misioneros de la Misericordia” (Art 59 § 2). He querido poneros ahí, en la Constitución Apostólica, porque sois un instrumento privilegiado en la Iglesia, hoy, y no sois un movimiento que existe hoy y no existirá mañana, no, estáis en la estructura de la Iglesia. Por eso quería poneros ahí. Espero, por tanto, que seáis capaces de crecer aún más, y por eso dirijo mi esperanza a los Obispos de que sean capaces de identificar a sacerdotes santos y misericordiosos, dispuestos a perdonar, para que se conviertan en auténticos misioneros de la Misericordia.
En nuestro primer encuentro (9 de febrero de 2016) reflexioné con vosotros sobre la figura de Noé, y sobre la manta que le pusieron sus hijos para protegerle de la vergüenza de su desnudez. En aquella ocasión os invité a “cubrir al pecador con el manto de la misericordia, para que no se avergüence más y recupere la alegría de su dignidad filial”. En nuestro segundo encuentro (10 de abril de 2018), utilizando las palabras del profeta Isaías, os pedí que fuerais un signo de consuelo para que los que se acerquen a vosotros capten el justo sentimiento de que Dios nunca olvida a nadie, ni abandona a nadie hasta el punto de querer tatuar en su mano el nombre de toda criatura (cf. Is 49,16).
Hoy me gustaría proponeros otra figura bíblica que puede inspirar vuestro ministerio. Es Rut, la mujer moabita que, a pesar de venir de una tierra extranjera, entró de lleno en la historia de la salvación. El libro dedicado a ella la presenta como bisabuela de David (Rut 4:18-22), y el Evangelio de Mateo la menciona explícitamente entre los antepasados de Jesús (cf. 1:5). Rut es una chica pobre de origen modesto; se queda viuda muy joven y además vive en un país extranjero que la considera una intrusa y ni siquiera digna de solidaridad. Su condición es algo que nadie en la cultura actual podría entender del todo. Rut dependía de otros para todo: antes de casarse dependía de su padre y después de casarse de su marido; como viuda debería estar protegida por sus hijos, pero no tiene ninguno; está marginada en el pueblo donde vive, por ser moabita; está sin apoyo y sin defensa. Está marginada en el pueblo donde vive, por ser moabita; no tiene apoyos ni defensas. En definitiva, su vida es de las peores imaginables y parece no tener futuro.
Por si todo esto fuera poco, el autor sagrado añade que la única persona a la que Ruth está unida es su suegra Noemí. Pero la condición de Noemí no es la mejor: es viuda, ha perdido a sus dos hijos y es demasiado mayor para tener más, por lo que está destinada a morir sin dejar descendencia. Noemí, que había emigrado a la tierra de Moab, decidió volver a Belén, su país de origen, y tuvo que afrontar un largo y difícil viaje. Noemí siente que Dios no ha sido benévolo con ella y dice claramente: “La mano del Señor está contra mí” (Rut 1:13). Su tristeza es tal que ni siquiera quiere que la llamen por su nombre Noemí, que significa “mi dulzura”, sino Mara, que es “amarga” (1:20). Estaba realmente deprimida, esta mujer.
A pesar de todo, Rut decide unir su vida a la de su suegra y con convicción le dice: “No insistas conmigo en que te abandone y vuelva sin ti, porque donde tú vayas, iré yo; donde tú te detengas, me detendré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras, moriré yo, y allí seré enterrada. Que el Señor me haga este mal y más -es una forma de jurar- si algo más que la muerte me separa de ti” (1:16-17). Palabras verdaderamente generosas, pensando en una nuera y una suegra cuyas relaciones no son tradicionalmente las mejores. – porque el futuro que le espera a Rut no es ciertamente sereno. Y esto la pinta como una mujer generosa que realmente amaba a su suegra.
Las dos mujeres parten hacia Belén, pero cada día Rut tiene que ir a buscar comida para vivir; sus días transcurren en la incertidumbre y la precariedad. Surge la pregunta: ¿hizo bien Rut en atarse a su suegra? Todavía era joven, seguramente habría encontrado otro marido en Moab… Entonces, ¿por qué esta decisión precipitada? El libro sagrado ya ofrece una primera respuesta: Rut confió en Dios y actuó por el gran afecto que sentía por su anciana suegra, que de otro modo se habría quedado sola y abandonada. Piensa que en aquella época las viudas estaban abandonadas y nadie se ocupaba de ellas, y el Señor era el único que las curaba… La historia de Rut tendrá un final feliz: mientras espiga, conoce a Booz, un noble rico que se muestra bien dispuesto con ella; reconoce que su generosidad con su suegra le da tal dignidad que ya no debe ser considerada una extraña, sino parte integrante del pueblo de Israel. La mujer extranjera y pobre, obligada a buscar su alimento diario, es recompensada por su fidelidad y bondad con una abundancia de regalos. Las palabras del Magnificat, que María pronuncia, se anticipan en la vida de Rut: “Ha levantado a los humildes […] ha colmado de bienes a los hambrientos” (Lc 1,52-53).
También podemos aprender una gran lección para nosotros mismos. Rut no es hija de Abraham por sangre; sigue siendo moabita y siempre será llamada así, pero su fidelidad y generosidad le permiten entrar con todos los derechos en el pueblo de Israel. En efecto, Dios no abandona a los que se confían a Él, sino que sale a su encuentro con un amor que recompensa más allá de todo deseo. Rut revela los rasgos de la misericordia cuando no deja sola a Noemí, sino que comparte con ella su futuro; cuando no se contenta con permanecer cerca de ella, sino que comparte con ella la fe y la experiencia de formar parte de un nuevo pueblo; cuando está dispuesta a superar todos los obstáculos para seguir siendo fiel. Lo que obtenemos es realmente el rostro de la misericordia manifestado en la compasión y el compartir.
Esta figura de Rut, es un icono de cómo podemos superar las muchas formas de exclusión y marginación que acechan a nuestro comportamiento. Si meditamos en los cuatro capítulos que componen este breve libro, descubriremos una riqueza increíble. Esas pocas páginas ponen de manifiesto la confianza en el amor de Dios que llega a todos. Es más, revela que Dios conoce la belleza interior de las personas, aunque no tengan todavía la fe del pueblo elegido; está atento a sus sentimientos, especialmente a su fidelidad, lealtad, generosidad y a la esperanza que habita en sus corazones cuando son puestos a prueba. En su sencillez, esta historia revela una sorprendente riqueza de significado. Ser generoso se muestra como la opción correcta y valiente que nunca debe fallar en nuestra existencia sacerdotal.
Queridos hermanos Misioneros de la Misericordia, en el Libro de Rut Dios no habla, ni una palabra. Se le menciona muchas veces; los personajes se refieren a Él con frecuencia, pero permanece en silencio. Sin embargo, descubrimos que Dios se comunica precisamente a través de Rut. Cada uno de sus gestos de bondad hacia Noemí, que se considera “amargada contra Dios”, se convierte en un signo tangible de la cercanía y la bondad del Señor. A través de esta figura, también nosotros estamos invitados a captar la presencia de Dios en la vida de las personas. El camino que se experimenta es a menudo arduo, difícil, a veces incluso lleno de tristeza; sin embargo, Dios se pone en marcha para revelar su amor. Nos corresponde, con nuestro ministerio, dar voz a Dios -esto es importante: los Misioneros de la Misericordia damos voz a Dios- y mostrar el rostro de su misericordia. Depende de nosotros. Una persona que se encuentra con uno de vosotros debe cambiar, debe cambiar sus sentimientos, sus pensamientos sobre Dios: “Ahora, con este misionero, he comprendido, he sentido quién es Dios”. No olvidemos nunca que Dios no actúa en la vida cotidiana de las personas con actos escandalosos, sino de forma silenciosa, discreta y sencilla, tanto que se manifiesta a través de personas que se convierten en sacramento de su presencia. Y tú eres un sacramento de la presencia de Dios.
Te ruego que alejes de ti toda forma de juicio y que antepongas siempre la voluntad de comprender a la persona que tienes delante. Nunca te detengas en un solo detalle, sino que mira la totalidad de su vida. ¡Es una vida que se arrodilla para pedir perdón! ¿Y quién soy yo para no perdonar? “Pero el canon dice esto, así que no puedo…” Cállate. Tienes ante ti a una mujer o a un hombre pidiendo perdón, y tú tienes el perdón en el bolsillo. ¿Se quedará en el bolsillo? ¿O lo dará su generosidad? “Pero tenemos que ser precisos en el perdón…”. No, no eres apto para ser un misionero de la misericordia. Vas a un monasterio cartujo a rezar por tus pecados. Eso no es correcto. Dios no se detiene en las apariencias, y si juzgara sólo por las faltas, probablemente nadie se salvaría. ¿Quién de nosotros no tiene alguna? No es así como se expresa la misericordia. Sabe mirar en el corazón de una persona, donde se esconde el deseo, el anhelo de volver al Padre y a su casa (cf. Lc 15,18-20).
Esta es, pues, mi exhortación: tened siempre a mano la manta de la misericordia -pensad en Noé- para envolver con su calor a todos los que se acerquen a vosotros para ser perdonados; ofreced consuelo a los que están tristes y solos; sed generosos como Rut, porque sólo así el Señor os reconocerá como sus fieles ministros. “Pero, Padre, usted sabe que en este mundo moderno, con tantas cosas extrañas, tantos pecados nuevos, nunca se sabe, porque yo lo perdono, pero tal vez mañana vuelva a pedir otro perdón”. ¿Y qué le sorprende? La misma pregunta que Pedro había hecho al Señor, y la respuesta fue: “setenta veces siete”. Siempre. Siempre el perdón. No lo pospongas. “No, debo consultar al moralista…”. No lo pospongas. Hoy. “Pero no sé si está convencido”. Mira, es una persona que pide perdón: ¿quién eres tú para preguntar si está convencido o no? Le tomas la palabra y le perdonas. Perdona siempre. Por favor, perdona siempre. Con el perdón de Cristo no se juega, no se bromea.
Y, antes de terminar, quisiera -ya lo he dicho antes- recordar a un gran confesor, o más bien a dos, que conocí en mi anterior diócesis. Uno era un sacramentino, un hombre de gobierno, era Provincial, pero nunca salió del confesionario. Y había cola. Era viejo, y te escuchaba, y lo único que decía era: ‘Bueno, bueno, bueno…’. Dios es bueno, y adiós. No fue a meter las narices en las circunstancias. Y pequé contra este hombre porque, cuando murió, fui a ver el ataúd sin flores; fui a la floristería, compré unas flores y se las llevé. Y mientras arreglaba las flores, vi el rosario… y robé la cruz. Y le dije: “Dame la mitad de tu misericordia”. Pensando en Eliseo: “Dame la mitad de tu misericordia”. Y llevo la cruz aquí, siempre, conmigo. Un buen hombre. Otro sigue vivo: el otro día le llamé por teléfono porque era su 95º cumpleaños. Confiesa todo el día. Una enorme cola de gente: niños, niñas, jóvenes, sacerdotes, obispos, monjas, todos, todo el pueblo de Dios. Y confiesa. Y un día vino a verme, al palacio episcopal, y me dijo: “Escucha, tengo un poco de escrúpulo, porque creo que perdono demasiado”. Un capuchino, uno bueno, este; el otro era un sacramentino. “¿Y qué se hace cuando se perdona demasiado?” – “Eh, voy a la capilla y digo: ‘Señor, perdóname, porque he perdonado demasiado’, pero enseguida me entra algo y le digo a Él, al Señor: ‘Pero ten cuidado, porque fuiste Tú quien me dio el mal ejemplo: ¡has perdonado demasiado!’”. Piensa en estos dos ejemplos, y no te canses de perdonar, porque Él nunca se cansa de perdonar, nunca.
Os bendigo a todos y os acompaño en la oración, para que vuestro ministerio sea fructífero. Y no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.