Sufrimiento y cruz

Reflexiones sobre el significado del dolor en la fe cristiana

Cristo camino del Calvario - Colección - Museo Nacional del Prado

En el transcurso de los días comparecen afanes, ilusiones, retos, logros, alegrías, angustias, enfermedades. Un entramado de luces y sombras al que no le falta la experiencia del sufrimiento físico, anímico o moral. Comprenderlo nos supera, algo logramos entrever en esos chispazos de lucidez que alguna vez llegan. Sufrimientos que nos remecen y mueven el piso. Es un drama existencial ineludible para los creyentes en Dios como para los que no lo son. El cristiano tiene a donde voltear la vista en estos trances: es la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.

Con el corazón a media asta y los ojos de la fe, el dolor -sin dejar de ser un quejido- encuentra consuelo y sentido al contemplar la angustia, miedo del Señor en el Huerto de los Olivos. Así lo señala Santo Tomás Moro (1478-1535), prisionero en la Torre de Londres, meditando la agonía de Cristo, sabiendo que su decapitación llegaría pronto: “Quien se vea tan totalmente abrumado por la ansiedad y el miedo que podría llegar a desesperar, contemple y medite constantemente esta agonía de Cristo rumiándola en su cabeza. Aguas de poderoso consuelo beberá de esta fuente. Verá, en efecto, al pastor amoroso tomando sobre sus hombros la oveja debilucha, interpretando su mismo papel y manifestando sus propios sentimientos. Cristo pasó todo esto para que cualquiera que más tarde se sintiera así de anonadado pudiera tomar ánimo y no pensar que es motivo para desesperar”.


El sufrimiento llega; unas veces pasa pronto; otras, se instala, se hace crónico, cuesta sobrellevarlo. Las manos de Dios que nos moldearon del barro primigenio de la creación infundiéndole el soplo de vida, continúan sosteniéndonos en todo trance, también en esos estados de postración del cuerpo, de angustia del alma o de desolación del corazón. Escribirlo y decirlo lo hacemos, calmarlo no está siempre en nuestras manos ni en las del médico. Soy consciente de que el dolor puede agarrotar al espíritu. No pretendo explicarlo, tan solo me pongo delante del Belén para contemplar al Niño Dios sonriendo y llorando; también intento mirar a Cristo postrado en oración sudando gotas de sangre en Getsemaní diciéndole a Dios Padre: “no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Colgado en la Cruz del Calvario, el Señor exclama: “tengo sed”. Nosotros, también, tenemos sed. Agradecemos ese traguito de alivio para mitigar los achaques del cuerpo y los apagones del alma.

¿Por qué? Es una pregunta a flor de piel. Algún que otro balbuceo de consuelo ayuda a desentrañar el misterio del dolor. Sabiduría humana más bien poca, el nudo continúa. Por elevación algo se entrevé y pensamos en la espada que traspasó el corazón de la Madre al pie de la Cruz. Cada imagen lacrimosa de María hace juego con los sufrimientos que nos afligen. En cada rostro de la Dolorosa encontramos dolor y serenidad a la vez: ¿Cómo se hace? ¿Cómo lo consigue la Madre Dolorosa? Ese don se lo pedimos mientras resuenan en nuestros oídos las palabras de su Hijo: “Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: —Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: —Aquí tienes a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa (Jn. 19, 26-27)”.

¿Para qué el dolor? Hay paraqués, las almas acrisoladas en el fuego del sufrimiento lo saben y van tras las huellas del Maestro. Silogismos matemáticos no hay, sí hay fe, esperanza y caridad. Fe para ver que el discípulo no es más que el Maestro, pues para seguirlo hemos de tomar su Cruz. Esperanza para sostener el ánimo, ya que el mal no tiene la última palabra. Caridad que nos ensancha el corazón sabiéndonos, en todo momento, hijos amadísimos de Dios. ¿Y se va el sufrimiento? Va y vuelve, es el yugo suave y la carga ligera del Señor con el que nos alivia agobios y cansancios.