El padre Joaquín Mestre, sacerdote de la archidiócesis de Valencia, España, y experto en las Sagradas Escrituras, comparte con los lectores de Exaudi este artículo sobre la celebración de la Solemnidad de la Santísima Trinidad.
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Al hablar de la Trinidad, el Catecismo de la Iglesia católica (n. 234) afirma que “el misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina”.
Parece que la insistencia en asociar a la Trinidad el concepto de “misterio” corresponde a ese halo “misterioso” con que habitualmente los cristianos “cubren” el pensamiento acerca de la Trinidad, englobándolo en una serie de verdades de las que, más allá de repetir fórmulas “misteriosas”, poco se puede saber y aún menos se puede vivir.
Esto se debe a que, con frecuencia, se piensa en la Trinidad a partir de conceptos fundamentalmente filosóficos, como “sustancia”, “naturaleza” o incluso “persona”, que parecen abstracciones muy alejadas de la vida cotidiana. Pero la Iglesia no ha llegado a confesar la fe en la Trinidad partiendo de razonamientos filosóficos, sino de la revelación divina, que ha tenido lugar mediante acciones y palabras (cf. Dei Verbum 2).
La acción que más claramente ha revelado que Dios es una Trinidad de personas ha sido la creación de una humanidad a su imagen, formada por hombres y mujeres extremadamente diferentes y, al mismo tiempo, profundamente llamados a vivir desde la comunión y para la comunión. La convocación en medio de esa humanidad inmensa de un pueblo, Israel, que se sintiera hijo del único Dios (cf. Os 11,1-9), es un gran paso para hacer presente en el mundo la unidad en la multiplicidad.
Pero la acción definitiva que ha mostrado el ser trinitario de Dios ha sido el nacimiento de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Contemplando asombrada el misterio del amor entre quienes se sabían amados por Cristo ha sido como la Iglesia ha conocido el Misterio del Amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Uno es el Amante.
Uno es el Amado. Uno es el Amor. El don del Espíritu Santo, el Amor entre el Padre y el Hijo, constituyó un sólo pueblo de entre todos los pueblos de la tierra. Y es esa experiencia de ser amado sin ser homologado, y de amar al otro sin necesidad de “domesticarlo”, la que empujó a los cristianos a intuir que así era Dios: Uno y Trino.
Los evangelios nos han dejado numerosos testimonios de todas las veces que Jesús habló de su unión con el Padre, y del envío del Espíritu para que “todos sean uno” (Jn 17,20-26), “para que el mundo crea”.
Los cristianos somos bautizados “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, y somos enviados a bautizar así a todas las gentes. Pero el cumplimiento de esa misión no es simplemente hacer que muchos sepan las fórmulas trinitarias, sino, fundamentalmente, transmitirles la Vida trinitaria mediante un amor fraterno como el que Cristo nos tiene.
Por ello las heridas a la unidad eclesial han sido y son especialmente graves, y constituyen una de las mayores dificultades para la evangelización, pues evangelizar es comunicar la vida de Dios, y Dios es Comunión. Difícilmente puede hablar del Dios-Comunión quien coexiste tranquilamente con las ofensas entre hermanos.
Confesar la fe en la Trinidad no es repetir fórmulas misteriosas, sino vivir agradecidamente en el amor que Dios nos tiene. Confesar la fe en la Trinidad es sorprenderse del milagro que es la Iglesia y, especialmente, del poder que Cristo le ha dado para perdonar los pecados. Confesar la fe en la Trinidad es mirar a Cristo y estar dispuesto a dar la vida para contribuir a que todos los hombres sean uno en Cristo.