El pasado 21 de septiembre, en el seno de la Comisión de igualdad del Congreso de los Diputados, la titular del Ministerio de igualdad del Gobierno de España, Dña. Irene Montero Gil, hizo unas polémicas declaraciones respecto de la nueva ley de derechos sexuales y reproductivos impulsada por su Ministerio. A continuación, se reproducen literalmente sus palabras, respetando reiteraciones y construcciones gramaticales confusas al objeto de evitar la adulteración de su contenido.
La ministra, en su alocución en respuesta a la intervención de los portavoces parlamentarios en la Comisión, afirmó que:
“La educación sexual (que) es un derecho de los niños y de las niñas (…) independientemente de quienes sean sus familias, porque todos los niños, las niñas, les niñes de este país tienen derecho, tienen derecho a conocer su propio cuerpo, a saber que ningún adulto puede tocar su cuerpo si ellos no quieren, si ellos no quieren, y que eso es una forma de violencia.
Tienen derecho a conocer que pueden amar y tener relaciones sexuales con quien les de la gana, basadas -eso sí- en el consentimiento. Y esos son derechos que tienen reconocidos”.
Mal haría este Observatorio -que no es un Observatorio sociopolítico sino bioético- en iniciar una deriva hacia la crítica política. Sus años de investigación sostenida, divulgación y estudio científico acreditado en ámbitos tales como la Biología, la Genética, la Biotecnología, la Filosofía, la Antropología, la Medicina o el Derecho, no pueden sustanciarse, en lo que constituiría un claro ejercicio reduccionista, en la crítica a declaraciones políticas emitidas por quien, para el ejercicio de su cargo, no se ha valido de un currículum científico o académico de altura. Este Observatorio, como siempre quiso su fundador -y como quieren también sus dignos sucesores- difunde, discute, complementa o corrige las aportaciones a la Bioética que provienen de Universidades y publicaciones punteras, no de populismos o corrientes ideológicas.
No obstante, el autor de esta brevería asume con sentido de la responsabilidad el encargo recibido de revisar, desde un paradigma bioético razonado, las declaraciones precedentes. Y lo hace porque, quien las emite, tiene el potencial de concretar el contenido de las mismas en leyes y políticas que podrían despreciar la dignidad del menor, bien interfiriendo en su naturaleza biológica y psicológica, bien contribuyendo a su deterioro moral en las fases más vulnerables de su desarrollo personal.
Sin más preámbulo, procedo a la crítica:
A. Sobre su apelación al derecho a la educación sexual de los menores
En su intervención, la titular del Ministerio de igualdad reitera que los menores tienen derecho a la educación sexual. Y en efecto lo tienen. Sin embargo, la señora ministra olvida que este derecho se enuncia de un modo más amplio y complejo a como ella lo hace. A lo que los niños tienen derecho es, en sentido estricto, a ser educados -también en materia sexual- por sus padres o tutores y no por un Estado cuya principal encomienda es la de contribuir al pleno ejercicio del deber educativo de los padres mediante la organización y dotación de un sistema educativo, universal, gratuito y de calidad.
Por más que la acción educativa de la familia se ejerza de un modo informal, espontáneo y natural, los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos y su derecho/deber sobresale por encima del de otros grupos o personas, incluida la escuela o el Estado. Porque la familia es anterior al Estado, que la presupone. De hecho, la persona se incorpora a la sociedad política desde la familia y por la familia y no al revés. La educación familiar, en consecuencia, es una obligación moral de los padres y un derecho del hijo, que necesita de ésta para fijar las aspiraciones, valores y motivaciones personales que le conducirán a la plenitud personal.
Una correcta educación familiar, en efecto: a) promueve el adecuado desarrollo personal de sus miembros; b) permite la elaboración de una escala de valores y la adhesión a las normas de conducta que conducen a su realización personal; y c) promueve un adecuado desenvolvimiento social. Sólo cuando el entorno familiar es disfuncional, por razones patológicas o psicosociales, el Estado puede asumir subsidiariamente la misión de orientar la construcción de la personalidad del menor. Pero, en ningún caso, puede apelarse a los valores políticos dominantes ni a la ley para permitir que el Estado desplace a la familia de esta función. Porque el Estado está al servicio de las familias –epicentro educativo donde se forma la sociedad– y porque la ley no es justa por el mero hecho de ser ley. Esto, que se cumple siempre cuando el legislador es injusto, también se cumple cuando la ley apela a la construcción de una comunidad de valores. Desgraciadamente, la historia del siglo XX ha dejado constancia de las atrocidades cometidas en nombre de los más altos valores secundados por la voluntad popular o por la acción de legisladores «iluminados» que creyeron representar el fin y culminación de la historia del hombre. El Tercer Reich, sin ir más lejos, fue una «comunidad de valores» (nación, raza y salud) que se elevaron por encima de los Derechos Humanos. También el marxismo entendió el Estado como una agencia de valores supremos. Del mismo modo, los Estados democráticos pueden devenir en tiranías cuando emplean las instituciones del Estado para boicotear determinadas convicciones morales, que son legítimas, o para suplantar a las familias en su tarea educativa.
Los niños, en definitiva, tienen derecho a ser educados; pero a ser educados por sus familias, no por la titular de un Ministerio cuyo acceso al cargo devino de la cesión de un gobierno que, por su debilidad, necesitó ceder cuotas de poder a un grupo parlamentario minoritario cuyas ideas populistas no representan al conjunto de la población ni tienen un adecuado sustento intelectual. Por su condición de personas, tienen derecho a ser educados y no «domesticados», «adoctrinados» o conformados a un determinado ideal político. Y la familia, de un modo primario e insustituible, es garante y protectora de este derecho.
B. Sobre el derecho a conocer el propio cuerpo
El conocimiento del cuerpo propio se sustancia en la asunción de su carácter sexuado, así como de sus capacidades y límites. Un conocimiento que acontece en el contexto de las interrelaciones familiares y de la orientación psico-afectiva, moral y espiritual recibida de los padres con el auxilio del conocimiento científico (anatomía, biología, genética, etc..). A lo que el menor tiene derecho, en definitiva, es a la protección que le brinda su familia para que nadie le confunda en el camino que conduce a esta asunción que sucede, de un modo natural y secuencial, a lo largo de la infancia y la adolescencia. Al desarrollo de su personalidad psico-corpórea, espiritual y social, en el seno de esa relación social básica que, en la esfera de una intimidad que se abre a la comunidad social y que tiene como herramienta propia el don y la entrega desinteresada, pone en contacto los sexos y las generaciones; de esa relación que constituye la familia, entorno amoroso donde el menor se descubre a sí mismo como hombre o como mujer, como hijo y como hermano, como corresponsable de sí mismo y de los demás, ante sí mismo y ante los demás.
La asunción del propio cuerpo reclama, pues, el acompañamiento educativo y amoroso de la familia. Y ello porque, ya desde niños, al tiempo que experimentamos una profunda unidad con nuestro cuerpo percibimos, también, que no somos «idénticos» a él. De alguna manera, sabemos que «somos» nuestro cuerpo (pues el dolor o placer en el cuerpo se experimenta como dolor o placer propio), pero nos relacionamos con nuestro cuerpo como con algo que «tenemos» aunque nunca del todo, pues también sentimos que su peso, decadencia y otras leyes naturales se mueven, a menudo, al margen de nuestra voluntad.
Precisamente por ello, algunas antropologías han llegado a postular la coexistencia en el hombre dos instancias que están vinculadas entre sí y se ven obligadas a vivir juntas (cuerpo y alma; materia y espíritu; res extensa y cogito; «ser en sí» y «ser para sí». Se trata de las antropologías dualistas que, como la titular del Ministerio de Igualdad, aspiran a conformar en los niños la idea de que la conciencia prevalece sobre la materia; la idea de que, en ocasiones, la conciencia habita un cuerpo equivocado.
Sin embargo, en la experiencia ordinaria, las personas nos percibimos espontáneamente como el sujeto único de nuestras acciones intelectivas y de nuestras acciones corporales. De alguna manera, «lo que» se desarrolla, crece y camina, es también «quien» piensa, reflexiona y ama. La materia y la conciencia, lo objetivo y lo subjetivo de nuestra naturaleza no existen como seres independientes, sino que son aspectos del mismo compuesto vivo. Y, en consecuencia, el conocimiento del cuerpo es asunción del propio ser en su naturalidad y no emoción sugerida por la reacción psicológica tras la palpación del cuerpo propio o de cuerpos ajenos para establecer similitudes, diferencias o preferencias. Así lo sabría Irene Montero Gil si conociese la crítica a Descartes, Locke, Hume, Parfit o al mismísmo Sartre, o si sus fuentes no se limitasen, como parece, a la filosofía subjetivista (y ciertamente menor) de Judith Butler, Paul Beatriz Preciado, o los marxistas del 68.
C. Sobre el derecho a de los menores a las relaciones sexuales consentidas
a. No existe tal derecho. Libertad sexual y marxismo
Sin duda, la afirmación de la Sra. ministra en relación con el derecho de los niños a mantener relaciones sexuales consentidas, constituye un atentado a la moral natural y a la racionalidad propia de nuestra especie. No existe tal derecho. Sí existe, en cambio, el fundamental derecho del menor a no ser sometido, bajo ningún concepto, a la aberración del uso de su cuerpo para la obtención de placer sexual por parte de nadie. Y esto es algo que debería entender sin demasiado esfuerzo todo aquel cuyas perversiones, patologías o derivas ideológicas extremas no le hayan llevado a cancelar todo vínculo con la ética de la especie humana.
En la base ideológica de la mal llamada Revolución Sexual, en efecto, las apelaciones de Marcuse, Foucault y Deleuze al placer y al cuerpo como templos de la liberación, contribuyeron a conceptualizar el deseo sexual como una exigencia de la voluntad libre y como la más genuina «instancia revolucionaria». Dejando definitivamente atrás su deuda con el proletariado, el neomarxismo que emanó de los grafiti sobre los muros del Teatro del Odeón, cuartel general de los revolucionarios de París, vinculó las libertades sociales con la emancipación personal frente a toda norma o moral extrínseca. «Para discutir la sociedad en que se vive» -se leía en alguna de aquellas pintadas- «es necesario antes ser capaz de discutirse a sí mismo». Se trataba, en definitiva, de cuestionar las verdades institucionales y las normas con que la sociedad, la moral, la religión, e incluso la propia naturaleza, estructuran la personalidad del individuo. Frente a toda deontología o moral natural, el nuevo marxismo describió el cuerpo como una «máquina del deseo» que exige emanciparse de las morales extrínsecas, burguesas y religiosas.
Pero, como es sabido, todos estos adalides de la libertad sexual, autoproclamados progresistas por su encendida defensa de los derechos sexuales de colectivos que, en su momento, eran especialmente vulnerables por razón de su sexo o de su orientación sexual, terminaron enredándose en sus propios argumentos hasta el punto de firmar un manifiesto en favor de toda práctica sexual, incluido el sexo con menores. Así, en 1977 enviaron al Parlamento francés una carta en la que pedían la derogación de las leyes sobre la edad de consentimiento y la despenalización de todas las relaciones consentidas entre adultos y menores de quince años. Entre los intelectuales firmantes de esta aberrante petición, se incluían Simone de Beauvoir, musa del feminismo marxista, y su pareja sentimental Jean-Paul Sartre, quien tras su paso por el existencialismo terminaría abrazando el estalinismo, esa ideología que sembró de cadáveres la carretera del Gulag, en el camino de Siberia. También, por supuesto, Michel Foucault, Jacques Derrida, Louis Althusser, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Jacques Rancière y todos aquellos que conforman el marco intelectual de referencia de la izquierda radical contemporánea. En 1979, además, estos autores publicaron dos cartas abiertas en los periódicos franceses defendiendo a las personas detenidas bajo cargos de estupro, en el contexto de la abolición de las leyes sobre la edad de consentimiento.
Llegué a pensar lo contrario, pero no. Irene Montero, en sus declaraciones, no se dejó llevar por un arrebato dialéctico ni se equivocó a la hora de elegir sus palabras. Irene Montero cree, verdaderamente, que los menores pueden mantener relaciones sexuales consentidas. Y no solo lo cree ella, sino también todos aquellos que abrazan su ideología. Los mismos que, en su momento, instigaron y aplaudieron el reparto de preservativos en los colegios dando a entender a los menores que pueden mantener relaciones sexuales libres. Y si pueden, poco importa que estas se lleven a cabo con sus compañeros de clase, con los hermanos de éstos, mayores de edad, o incluso con los amigos de sus padres. Porque, para subvertir la moral tradicional, conservadora, religiosa y patriarcal, lo único que cuenta es el consentimiento, no la madurez. Sí es sí. No es no. Y con eso basta, aunque el sí y el no sean inducidos como consecuencia de la desigual madurez de las partes.
b. Concepciones reduccionistas de la libertad
Resulta paradójico que, a ese menor a quien no le permitimos tomar partido en decisiones como la inclusión de las verduras en su dieta diaria o la asistencia a cursos de inglés, se le atribuya capacidad para consentir en una relación sexual. ¿La tiene?
Para responder a esta pregunta, conviene distinguir entre la libertad civil y el libre albedrío. La primera es una libertad «externa» que se opone a toda coacción y se reconoce a cada persona en el contexto de sus relaciones sociales; una «libertad política» que garantiza la ley y se protege mediante la fuerza pública por quien ejerce el legítimo monopolio de la violencia. Este concepto de libertad, asentado más firmemente en la tradición liberal que en el socialismo, no es el que cabe invocar para reclamar el hipotético derecho de los niños a consentir relaciones sexuales. Antes bien, lo que debe quedar garantizado para este tipo de prácticas es la «libertad de la voluntad» o «libertad interior», que se refiere al fenómeno psicológico de la libertad, al querer libre del hombre; a esa libertad frente a uno mismo, frente a las pulsiones internas, la emotividad, la propia ignorancia, la falta de experiencia y la imaginación desbordada. Esta, y no la libertad externa, es condición sine quae non para la autodeterminación personal.
Ni siquiera en el poco creíble caso de una relación sexual apetecida por el menor, hablaríamos de verdadera libertad. De hecho, pensar que la libertad consiste en hacer lo que apetece es de una pobreza intelectual inadmisible en quien tiene la responsabilidad de legislar. Los animales hacen lo que les apetece y no por ello son libres, sino seres sin voluntad y encadenados a su instinto. La libertad, en ocasiones, se manifiesta precisamente en la capacidad de actuar frente a las apetencias, pudiendo llevar a cabo el acto bueno que no nos apetece o absteniéndonos del mal que sí lo hace. Quien hace sólo lo que le apetece es un esclavo de sus apetencias. Así lo atestigua la experiencia de los glotones, los adictos, los ludópatas o los cleptómanos. La libertad, en definitiva, sólo es posible para quien atesora, en grado suficiente, las cuatro grandes virtudes: la prudencia, para seguir a la razón que delibera lo mejor; la justicia, para decidir lo más correcto; y la fortaleza y la templanza, para dominar los impulsos.
Por lo demás, no somos libres en virtud de una apatía o indiferencia respecto del bien o del mal, como si lo único importante fuese nuestra capacidad de elegir. Antes bien, existe en todo hombre una prerrogativa interna que le insta a la plenitud y perfección; que le insta, en consecuencia, a la finalización radical de sus acciones y elecciones en el bien en cuanto tal. Porque, quien tiene una mínima capacidad introspectiva no tarda mucho en comprender que la pregunta definitiva sobre nuestra realización y perfección no versa sobre lo que esperamos que nos ofrezca la vida, sino, en cada circunstancia y por grave que sea, lo que se espera de nosotros en la vida: lo que esperan o podrían esperar los demás, especialmente quienes nos aman; lo que espera de nosotros nuestra misma dignidad; y para los creyentes, lo que espera el mismo Dios.
Por eso, las decisiones importantes de nuestra vida requieren, a menudo, renunciar libremente a nuestra capacidad de elegir: así lo atestiguan la propia orientación profesional, el propio matrimonio y los compromisos que lleva asociados, como la crianza de los hijos, el lugar de residencia, etc. Estos límites no anulan la libertad, sino que constituyen su realización más plena. Porque soy libre, puedo comprometerme. Porque soy libre, puedo renunciar a mis apetencias.
c. Tres requisitos de la libertad, que no se cumplen en los menores de edad
En la Comisión de igualdad del Congreso de los Diputados, lamentablemente, nadie le afeó a la Sra. ministra su desafortunada teoría recordándole que la libertad, para poder darse, exige tres requisitos que difícilmente concurren en un menor. El primero, que haya pleno uso de razón para que pueda haber deliberación, esto es, para poder decidir prudentemente. Las personas que no han alcanzado el uso de razón o que lo pierden (niños, dementes, en coma, dormidos, drogados, borrachos o con profundos trastornos mentales) no tienen suficiente libertad, porque no pueden deliberar. De hecho, en un juicio se tendrían en cuenta estos condicionantes para reducir -o incluso eximirles- de la pena correspondiente por la comisión de un delito.
Los niños tienen la libertad reducida porque no controlan los resortes interiores: la imaginación y la razón. Si en un
centro educativo anunciásemos la llegada de los Reyes para la inauguración del pabellón deportivo, seguramente habría niños que esperarían la llegada a galope de un corcel blanco a cuyas riendas se encuentra una regia figura con capa roja y corona. No esperarían a Felipe I y Dña. Leticia. Y esto es sólo un ejemplo que permite hacer entender, gráficamente, que un menor podría consentir voluntariamente a las relaciones sexuales seducido por el discurso amoroso preparado, a partir de su mayor experiencia y conocimientos de la psicología del desarrollo, por un adulto que sólo quisiera hacer un uso pervertido de su cuerpo para desecharlo después como mercancía usada en busca de carne más joven. Un adecuado contexto de seducción, un simulacro compartido de vida adulta y determinadas promesas de amor verdadero, tendrían un profundo impacto en la decisión de alguien sin experiencia, malicia ni conocimientos.
Porque, en efecto, también limita la libertad la ignorancia y el error. Cuando no se sabe lo que sucede o no se tienen elementos de juicio, no se puede ejercer bien la libertad. Cuando se tiene una idea equivocada de las cosas no se es completamente libre. La libertad necesita verdad. Por eso, precisamente, un menor no decide su dieta, ni si debe asistir o no al colegio, ni las asignaturas que deben conformar su currículum. Al menos de momento, ya que por el cariz que van tomando los pactos de legislatura, todo podría llegar a ocurrir. Y por eso, precisamente, un menor no puede consentir a una relación sexual.
El segundo requisito para la libertad es que el individuo se domine a sí mismo; que con su razón domine sus impulsos y arrebatos para evitar una conducta compulsiva. El ejercicio de la libertad requiere una cabeza clara y un corazón ordenado; del dominio sobre la afectividad mediante las virtudes de la fortaleza y la templanza. Y esto es algo que no se le puede pedir a un menor, en quien la conducta es -especialmente en materia sexual- compulsiva por naturaleza.
Por último, para que exista libertad es necesario que no haya violencia física o coacción moral que nos obligue a hacer lo que no queremos o nos impida hacer lo que realmente queremos. En situación de desigualdad (por edad, estatus, conocimientos, etc…) la coacción y el miedo pueden llegar a influir de manera decisiva en nuestras decisiones de tal modo que, enfrentarse a ella, sólo sea posible con dosis no exigibles de heroísmo.
d. Una breve reflexión final, dedicada al Ministerio de Igualdad
Sra. ministra: en distintos ámbitos se ha manifestado usted partidaria de limitar libertades fundamentales, apelando al pretendidamente criterio moral superior que atribuye a su ideología. En esta ocasión, sin embargo, su marxismo doctrinario se da la mano con el neoliberalismo más ramplón, colocando la autodeterminación por encima de todo criterio moral. ¿No podría dedicar tan sólo unos minutos a reflexionar, yendo un poco más allá de la trenzada red de sus presupuestos ideológicos?
De hacerlo, comprendería que la libertad no es el fin de la vida humana, sino tan sólo el medio para orientarnos hacia los fines que realmente valen por sí mismos. Por eso, antes de elegir, conviene descubrir los fines hacia los que merece la pena orientar la libertad. Más que capacidad de elegir, la libertad es la capacidad de responder a lo que la vida nos demanda. Elegir es un signo de libertad; pero si la libertad consistiera sólo en poder elegir, el lugar de máxima libertad sería el Mercado. Y si vd. sostiene eso, debería renunciar a su ideología. No, sra. ministra; la libertad no se reduce a elegir con indiferencia como si lo único importante fuera el consentimiento. Porque no da igual mantener una relación sexual que no mantenerla. No da igual adentrarse en el sexo con conciencia y madurez, que compulsivamente y con inmadurez. No da igual. No da igual.
Como señaló Viktor Frankl (quien verdaderamente sí padeció el fascismo), «la libertad no es la última palabra sino el aspecto negativo de cualquier fenómeno, cuyo aspecto positivo es la responsabilidad». Si cree vd. que a los menores no se les puede exigir responsabilidad penal, no les conceda libertades para los que la naturaleza todavía no los ha preparado. Porque la libertad, para ser real y no mera fantasía adolescente, debe estar enmarcada por los límites de nuestra propia naturaleza, de nuestros compromisos sociales y de la moral natural. Y nuestra naturaleza es evolutiva; las personas atravesamos distintos momentos de desarrollo, que nos capacitan progresivamente para la finalización de acciones que, en origen, son posibles sólo como potencia, pero no como acto.
Sra. ministra, sus palabras le desacreditan, y con ellas puede usted hacer mucho daño. Además, un cargo público no debería sostener ideologías que ya fueron definitivamente desarticuladas en el último cuarto del pasado siglo. No juegue usted con la integridad física y moral de los niños para intentar resucitar ideas ya superadas. Es indecente. Con todo, usted ostenta un cargo de libre designación, y, en consecuencia, mantenerle en su cargo desacredita, principalmente, a aquel que la designó para el mismo.
Tanto uno como el otro deberían hacemos un favor: gobiernen con más ciencia y menos ideología. Asesórense bien. Este Observatorio, con toda su calidad académica y su talento intelectual, les podría ayudar a ello.
Enrique Burguete Miguel
Observatorio de Bioética
Instituto Ciencias de la Vida
Universidad Católica de Valencia
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[ix] «Lettre ouverte à la Commission de révision du code pénal pour la révision de certains textes régissant les rapports entre adultes et mineurs». Archives Françoise Dolto. París: Association des Archives et Documentation Françoise Dolto.
[x] MELENDO y MILLAN-PUELLES, Dignidad: ¿una palabra vacía?, Eunsa, 1996, pp. 56- 61.).
[xi] Frankl, V. (1986). El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona (7ª), 118