El día 4 de noviembre, en la fiesta de San Francisco de Asís e inspirada nuevamente en el santo italiano, se publicaba la exhortación apostólica Laudate Deum (LD) como continuación de la encíclica Laudato Si (LS) del Papa Francisco, al mismo tiempo que comenzaba el Sínodo de la sinodalidad. En dicha inauguración del acontecimiento sinodal, el Papa Francisco nos alertó nuevamente sobre el peligro de las «batallas ideológicas» en la fe e iglesia. A partir de todo lo anterior, siguiendo toda esta enseñanza de la iglesia con su doctrina social (DSI) como son LS y LD, expondremos claves y aspectos imprescindibles e irrenunciables de la misión con su magisterio, que van marcando el presente y futuro, desde la fe, guiados por la Gracia de Dios.
Efectivamente, la fe e iglesia se realizan en este anuncio, celebración y servicio del Evangelio de Jesús (LD 1), que nos revelan con su Encarnación al Dios vivo y verdadero. Jesús es el Hijo Eterno, el Cristo humilde, pobre y crucificado-resucitado con su pascua, en Dios Padre y el Espíritu Santo, que nos salva liberadora e integralmente; regalándonos así una vida humanizadora, espiritual, santa, moral, digna y feliz que culmina en la trascendencia de la eternidad, en la tierra nueva y en los cielos nuevos (Ap 21, 1-4). “Las criaturas de este mundo ya no se nos presentan como una realidad meramente natural, porque el Resucitado las envuelve misteriosamente y las orienta a un destino de plenitud” (LD 65).
Es esta misión evangelizadora de la iglesia, por tanto, la que tiene guiar y marcar la constitutiva realidad sinodal. Esto es, en fidelidad firme a la fe e iglesia con su tradición y magisterio, todos caminados juntos en comunión eclesial, participando y siendo corresponsables desde el seguimiento de Jesús y su Reino de Dios (LD 64). Acogiendo y difundiendo esta salvación que nos trae con el Reino del Dios Padre y su Espíritu, regalándonos toda esta vida, amor fraterno, paz y justicia socioambiental con los otros, con los pobres y toda la creación.
“Dios nos ha unido a todas sus criaturas. Sin embargo, el paradigma tecnocrático nos puede aislar del mundo que nos rodea, y nos engaña haciéndonos olvidar que todo el mundo es una zona de contacto” (LD 66). Este Dios Uno a la vez que Trino, Misterio de comunión y solidaridad manifestado por la Encarnación de Cristo para proclamarlo y hacerlo presente en la realidad (verdad real), con su Gracia de amor salvador: acoge e incluye toda naturaleza y realidad; con sus relaciones y liberaciones personales, espirituales, culturales, sociales, ambientales, políticas y económicas (LD 66-68; LS 240).
Frente a un ecologismo y biocentrismo sin el sólido humanismo inspirado en la fe, “la cosmovisión judeocristiana defiende el valor peculiar y central del ser humano en medio del concierto maravilloso de todos los seres. Más, hoy, nos vemos obligados a reconocer que sólo es posible sostener un antropocentrismo situado. Es decir, reconocer que la vida humana es incomprensible e insostenible sin las demás criaturas, porque «todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde»” (LD 67).
Como nos muestra el Vaticano II (LG), la iglesia con su misión es sacramento que significa y va realizando ya en el mundo esta comunión fraterna con Dios, con los otros en la justicia con los pobres y con toda la creación, conformándose pues la ecología integral. “Esto no es producto de nuestra voluntad, tiene otro origen que está en la raíz de nuestro ser, ya que «Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación». Así terminamos con la idea de un ser humano autónomo, todopoderoso, ilimitado, y nos repensamos a nosotros mismos para entendernos de una manera más humilde y rica” (LD 68).
Como se observa, la ecología integral nos transmite una bioética global, cuidando de todas estas relaciones fraternas y solidarias que defienden la vida en toda sus fases, dimensiones o aspectos, en contra de la cultura del descarte y de la muerte. Todo está relacionado e interconectado. Y por ello no se puede separar la ecología humana, protegiendo al niño no nacido junto a esa sexualidad-afectividad fecunda del hombre con la mujer que configuran el matrimonio y la familia con los hijos, de la inherente ecología (justicia) social con los pobres y ambiental con el planeta (LD 3; LS 119-120, 155). Cuyo fundamento está en el Dios de la vida y de la creación (Gn 1-2; LS 65-68).
“La Biblia narra que «Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno» (Gn 1,31). De Él es «la tierra y todo lo que hay en ella» ( Dt 10,14). Por eso Él nos dice: «La tierra no podrá venderse definitivamente, porque la tierra es mía, y ustedes son para mí como extranjeros y huéspedes» ( Lv 25,23). Entonces, «esta responsabilidad ante una tierra que es de Dios implica que el ser humano, dotado de inteligencia, respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este mundo»” (LD 62).
En este sentido la razón misma, los propios conocimientos e investigación científica, nos muestran de forma similar toda esta verdad y realidad de la naturaleza personal, biológica, familiar, social, ecológica y espiritual que cuando no es reconocida y respetada: se causan todos estos daños y destrucción; generados por el sistema e ideología tecnocrática, economicista que mata e individualista con sus ídolos de la riqueza-rico, del poder, del capital y del beneficio (LD 12-14; 20-33).
Frente a todo lo anterior, no bastan remedios o parches aislados e individuales, con un asistencialismo paternalista que maquilla y encubre todo este mal e injusticia global. La respuesta debe ser a nivel personal, ético, espiritual, eclesial, comunitario, social, políticos, económico e histórico con una cosmovisión universal e integral. Esa espiritualidad y conversión misionera, pastoral, ecológica e integral que coopera con la verdad racional, moral y alimentada desde la fe revelada en Cristo. Una verdadera santidad, mística y buen vivir en unión con Dios, con los otros y con toda la creación. La comunión de fe y esperanza, de vida, de bienes y acción por la justicia con los pobres, con las victimas y con el planeta, nuestra casa común.
Desarrollando así el constitutivo amor fraterno social y civil, la intrínseca caridad política, que es la base para una democracia real (LD 37-43; LS 231-232). Es decir, el protagonismo de toda persona, de los pueblos y de los pobres en la gestión ética y promoción de la civilización del amor, de dicha pobreza espiritual y del trabajo que nos libera integralmente de estos falsos dioses del tener, del poseer, poder, de la riqueza-ser rico y del capital (LS 222-225). “Invito a cada uno a acompañar este camino de reconciliación con el mundo que nos alberga, y a embellecerlo con el propio aporte, porque ese empeño propio tiene que ver con la dignidad personal y con los grandes valores. Sin embargo, no puedo negar que es necesario ser sinceros y reconocer que las soluciones más efectivas no vendrán sólo de esfuerzos individuales sino ante todo de las grandes decisiones en la política nacional e internacional… «Alaben a Dios» es el nombre de esta carta. Porque un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo” (LD 69,73).