Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo, Domingo, 5 de febrero de 2023, titulado: “Ser luz, ser sal”.
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Isaías, 7-10: Cuando compartas tu pan con el hambriento, brillará tu luz en las tinieblas”
Salmo 111: “El justo brilla como una luz en las tinieblas”
Corintios 2, 1-5: “Les he anunciado a Cristo crucificado”
San Mateo 5, 13-16: “Ustedes son la luz del mundo”
Cristo, después de lanzar a sus discípulos a vivir las bienaventuranzas que trastocan los intereses de un mundo de ambiciones y un corazón egoísta, los lanza a ser sal y luz del mundo. Para nuestro mundo actual “ser sal” tiene mucho sentido y con una sola imagen ya Cristo está definiendo a sus seguidores. Mientras la sociedad se adormece en una rutina de aburrimiento y pierde el sentido de la vida, Cristo exige mucho más a sus seguidores: ser sal. Debe ser un rasgo característico de los discípulos el saber dar sabor a la vida. Para las gentes sencillas esta imagen es muy cercana y es fácil captar todo el simbolismo y entender que el Evangelio infunde una energía y da un sabor especial a la vida. Sin embargo parecería que a muchos la fe se les ha vuelto sosa, avinagrada y acartonada, y les ha faltado dinamismo y entusiasmo para llevar con alegría el Evangelio. Hay la constante queja de que la Iglesia ha perdido su dinamismo, su energía y su vitalidad. Y no se pretende que la Iglesia se acomode al desenfrenado mundo moderno, sino que ofrezca esa esperanza y esa alegría de quien ha encontrado a Cristo. Una de nuestras tareas actuales será la de volver a dar sabor y sentido a nuestra fe al calor del evangelio, de la oración y del clima de la comunidad fraterna.
Las obras nacen del amor y son signo del amor. Deben manifestar el amor. Ser luz es cuestión de amor y sólo en el amor se puede iluminar a los demás. No es signo de superioridad y ni señal de sabiduría que muchos quisieran adoptar, como si hicieran el favor de iluminar a los demás. No, la luz brota de dentro y va mucho más allá de la sabiduría humana. La luz está tomada del mismo Jesús que se ha convertido en la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Sus discípulos sólo podemos ser luz si tomamos su luz, si nos dejamos encender de su pasión, si disipamos nuestras tinieblas con su palabra. Isaías nos da la pista segura para ser luz: “Cuando renuncies a oprimir a los demás y destierres de ti el gesto amenazador y la palabra ofensiva, cuando compartas tu pan con el hambriento y sacies la necesidad del humillado, brillará tu luz en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía”. La luz está viva y comprometida con el sufrimiento de los hermanos, no es la luz artificial que se enciende para que los demás la vean. Es la luz que brota desde el interior, espontánea, como una fuente, porque está llena de amor.
Están tan concretas las obras de la luz que siempre serán la piedra de toque para distinguir si alguien es discípulo del Señor ¿Cómo puede el discípulo de Jesús vivir en el silencio y en la oscuridad si lleva la luz por dentro? ¿Cómo no explotar en sinfonía de alabanzas y concierto de canciones si se tiene la vida en el interior? El salmo 111 recoge la experiencia de quien experimenta el amor de Dios en la propia vida: “El justo brillará como una luz en las tinieblas”. No es la vida apocada y mediocre de quien no se compromete con nada; no es la indiferencia de quien se hace “que la Virgen le habla”; no es la apatía de quien con pretextos religiosos se desentiende de los problemas de la vida. El cristiano es la lámpara encendida que rompe las cadenas de las tinieblas, es el rayo que rasga la oscuridad, es el grito gozoso de quien obtiene una victoria. El cristiano es luz.
Con cuánta razón el Papa Francisco en los inicios de su servicio exclamaba: “Ésta es la primera palabra que quiero decirles: la alegría y la luz. No sean nunca hombres, mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca se dejen vencer, nunca, por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino que nace de haber encontrado a una persona, Jesús; que está en medio de nosotros. Nace del saber que, con Él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables”.
La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús: tienen luz por dentro. Es más, Jesús mismo dice que son luz. Quienes se dejan tocar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento pues con Él siempre nace y renace la alegría. Ya decían los antiguos que un cristiano triste es un triste cristiano. Si el cristiano tiene luz no puede conformarse con mediocridades y aburrimientos. Tiene que explotar en vida, alegría y compartir. Ya se quejaban los Obispos en Aparecida de que la mayor amenaza para la Iglesia es el gris pragmatismo de la vida cotidiana en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad. Y el Papa Francisco se atrevía a llamarlo: “la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo”. Los que estamos llamados a iluminar y a comunicar vida, a veces fácilmente nos dejamos cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. ¡No nos dejemos robar la luz del Evangelio!
Las exigencias que nos pone Cristo no son luces artificiales, es luz nacida del amor, de la fraternidad y de la justicia. No son fuegos fatuos y vistosos, es fuego interior brotado del amor de Dios. Por eso San Pablo les enseña a los Corintios que nos bastan las palabras, que lo importante es Jesús, y Éste, crucificado. En la debilidad brilla la luz, en la oscuridad resplandece el amor. ¿Somos cristianos llenos de sabor? ¿Aportamos alegría y entusiasmo en todas nuestras empresas? ¿Somos realmente luz?
Señor, que tu luz ilumine nuestras tinieblas, y que podamos dar sentido y sabor a nuestras vidas con la luz de tu evangelio. Amén.