Santo Tomás Moro: obrar en conciencia

Un testimonio de fidelidad y fortaleza en tiempos de persecución

La figura de Santo Tomás Moro (1470-1535) es cautivadora. Humanista, jurista, político. Canciller del Reino de Inglaterra de 1529 a 1532, “fiel y verdadero súbdito del Rey”, cabal fiel católico. Pagó con su vida lo que en conciencia no podía admitir en los tiempos turbulentos que le tocó vivir durante el reinado de Enrique VIII. He leído sus Últimas cartas (1532-1535) (Acantilado, 2010). Particularmente significativas son las que escribió desde la Torre de Londres en donde estuvo prisionero del 17 de abril de 1534 al 6 de julio de 1535, día en el que fue decapitado, luego de su condena por alta traición.

Por indicación de Enrique VIII, el Parlamento aprobó el Acta de Sucesión por la que se declaraba la validez de su matrimonio con Ana Bolena y la nulidad de su matrimonio con Catalina de Aragón. Poco después, se aprobó el Acta de Supremacía en la que se constituía al rey como cabeza visible de la Iglesia Anglicana, desvinculándose de Roma y del Papa. Tomás Moro se negó a prestar juramento al contenido de estas Actas: en conciencia, luego de haberlo estudiado mucho y haber consultado sobre el particular, no podía prestar ese juramento. Así le escribe a Margaret: “hija mía, más de dos o tres veces hemos charlado los dos sobre este asunto (…), y dos veces también te he contestado que si en este asunto me fuera posible hacer lo que daría contento al rey, y Dios no se ofendiera por ello, ningún hombre habría ya prestado este juramento con más alegría que yo: como alguien que se ve a sí mismo más profundamente obligado que todos los demás hacia su majestad por su muy singular generosidad, de tantas formas mostrada y declarada. Pero como mi conciencia se interpone, de ninguna manera puedo hacerlo. Para la instrucción de mi conciencia sobre este asunto, no lo he mirado ligeramente, sino que durante muchos años lo he estudiado y consultado y, con todo, nunca pude ver ni oír, ni creo que jamás podré, aquello que sería capaz de inducir mi propia mente a pensar de otro modo” (p. 105).

Tomás Moro fue un súbdito leal y agradecido a la corana inglesa. Guardó silencio respecto a las razones por las que no prestaba el juramento que se le pedía: no las conversó con ninguno de los suyos ni con extraños y se guardó de no inducir a otros a que lo siguieran en su forma de ver las cosas. Sabía del peligro que podría acarrearle a quienes se negaran a jurar las actas y no quería exponer a esos males a otros súbditos con sus ideas. Su nobleza de espíritu le llevó a no recriminar la conducta de quienes juraron las actas.

En conciencia, Moro no podía prestar ese juramento, pues consideraba que no se trataba de unos simples actos de naturaleza política -con los que se podría estar de acuerdo o no, como en cualquier asunto político-, sino que eran actos que ofendían a Dios y su mensaje en temas esenciales: la naturaleza del matrimonio y la apostolicidad de la Iglesia Universal. Asuntos que Moro entendía que no eran competencia del poder político y sobre cuyo sentido no debía exigir a sus súbditos anuencia obligatoria.


En nuestro siglo, la objeción de conciencia faculta al ciudadano a negarse a realizar actos que violenten su conciencia. Obrar en conciencia no es un capricho ni un mero escrúpulo, reproche éste último que algunos le hacían a Moro. Le escribe a su hija: “Y aunque conozco muy bien mi propia fragilidad y la naturaleza desmayadiza de mi corazón, si no hubiera confiado en que Dios me daría fuerzas para sobrellevar cualquier cosa antes que ofenderle jurando sacrílegamente en contra de mi propia conciencia, puedes estar segura de que no hubiera venido aquí. Y dado que en este asunto sólo miro a Dios, bien poco me importa que la gente lo llame según les plazca y digan que no es conciencia, sino un necio escrúpulo” (p. 106). Ni capricho ni escrúpulo, lo que se pone en juego al interior de la conciencia personal es la verdad de la biografía personal.

Obrar en conciencia, ser fiel a ella, requiere de mucha fortaleza -fortaleza prestada la del cristiano, por cierto: porque Tú eres, Señor, mi fortaleza-. Moro lo sabía: pérdida de sus bienes, de su honor y de su vida. Doloroso el caso de Moro y sigue siendo doloroso y arduo mantenerse fiel a la conciencia en nuestro tiempo. Unas veces, la conciencia pide guardar silencio, otras veces, pide manifestarse públicamente. La presión social, la fuerza del poder político o económico, los grupos de presión mediáticos, tantas veces, intentan monopolizar el pensamiento o establecer estilos de vida con los que no se está de acuerdo. Mal asunto esta autocensura y, peor aún, la pretensión de acallar la libertad de pensamiento con destemplados actos de cancelación.

A Moro se le acusó de haber obrado “maliciosamente” denigrando la buena fama del Rey y de su familia. Una conducta ajena a Moro, quien en todo momento se comportó como “un fiel y verdadero súbdito del Rey -escribe en una de sus cartas-, y a diario rezo por él y por todos los suyos y por todo su reino. A nadie hago nada malo, de nadie digo nada malo, de nadie pienso nada malo, sino que para todos deseo bien. Y si esto no es suficiente para mantener a un hombre en vida, la verdad, no deseo vivir más” (Cit. en Hernán Corral. El proceso contra Tomás Moro. Rialp, 2015). Una síntesis bella y profunda de lo que es vida buena y la libertad de expresión: manifestar el pensamiento sin difamar ni injuriar a las personas o a las instituciones.

Tener conciencia, formar la conciencia, obrar en conciencia sigue siendo una de las dimensiones más delicadas del ser humano. No se ve, pero está ahí, en el interior del alma y nos habla.