El sacerdote y doctor en Filosofía José María Montiu de Nuix ofrece a los lectores de Exaudi este artículo sobre la figura de san Juan María Vianney, santo Cura de Ars, confesor, su corazón, indica, “era el amor del corazón de Jesús, a través del cual llegaba el perdón misericordioso”.
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Andando por un gran pasillo del vicariato de Roma me llamó la atención que allí sólo había un cuadro. Este gran cuadro representaba a san Juan María Bautista Vianney (1786-1859), el santo Cura de Ars. Pero, ¿por qué? Pero, ¿qué pasa aquí? ¿Es posible? ¡Veo bien! ¡Increíble! De entre tantos maravillosos y magníficos personajes que orlan y adornan con grandes esplendores la historia de la santa madre Iglesia, únicamente él ha sido el elegido ¡Esto es impresionante! Impacta que sólo él ha sido elegido como patrón de todos los innumerables párrocos de este Cosmos inmenso. La conclusión es obvia: el corazón de este pobre cura de aldea hubo de ser un brillante de muchos quilates. Su vida hubo de ser muy ejemplar, muy digna de ser imitada. Encontrándose, sin duda alguna, entre lo más relevante, y precioso, de su existencia, su heroica y amorosa dedicación al confesonario ¡Esto explica todo! ¡Tres hurras por este cura santo!
La descripción concreta, con cuatro trazas, de lo que durante la jornada era su labor de confesonario servirá ya para proporcionarnos una idea muy buena de lo que era su sacerdocio y la inmensa valía de su alma y de su santidad.
A la aldea de Ars acudían a confesarse con él riadas de personas, hasta incluso durante el crudo frío invernal. Este santo cura, todos los días de noviembre a marzo, se pasaba al menos once o doce horas en el confesonario. Durante el último año de su vida, el número de peregrinos que fueron a su encuentro llegaría a ciento mil a ciento veinte mil.
Se peregrinaba a Ars para confesarse con el santo o por otros motivos espirituales. Lo que la mayoría de los peregrinos quería era hablar íntimamente con él en el confesonario. El santo no les defraudaba. Durante los días largos confesaba durante dieciséis y hasta dieciocho horas. De este modo conseguía muchas conversiones. Un día Próspero de Garets le preguntó por el número de pecadores que había convertido durante un año. Le respondió: más de setecientos.
El Cura de Ars, con su labor de confesonario, mostraba tener corazón de padre; vendar y curar, maternalmente, las heridas de las ovejas. Este sacerdote, que confesaba mucho, decía no vivir sino para los pobres pecadores. Estos pobrecillos tocaban su corazón. Decía: “el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”. El corazón del Cura de Ars era el amor del corazón de Jesús, a través del cual llegaba el perdón misericordioso. Era, en definitiva, un pastor según el corazón misericordioso del buen Jesús. En su corazón ardía la llama sagrada de un gran amor misericordioso. Se comprende pues que el pueblo de Ars se haya convertido en uno de los principales focos de peregrinación del mundo.
El Cura de Ars, junto con el italiano san Pío de Pietrelcina, uno de los más grandes santos del siglo XX, y san Leopoldo Mandic, capuchinos ambos, tiene una trascendencia magnífica, fenomenal, representa una gran luz para los fieles y los sacerdotes, para todo el mundo actual. En efecto: en estos tres grandes confesores misericordiosos, que pasaron tantísimas horas atendiendo a los penitentes, está el dedo de Dios. El Espíritu Santo actúa a través de estos santos como arquero que dispara una flecha, la cual nos indica, por encima de toda ideología en contra, con la genialidad de la bendita sencillez de su trayectoria rectilínea de transparencia la más límpida y cristalina, el camino, el cual lleva hacia la más certera y precisa diana, hacia la más pura verdad. En una palabra, la vida del Cura de Ars, es eso: ¡esa es la verdad del sacerdocio! Todo esto no representa nada más que un eco de lo que tantas veces ha proclamado el Santo Padre Francisco, y tanto hemos de agradecerle: el sacerdote ha de ser misericordioso, la misericordia tiene lugar destacadísimo en el sacramento de la confesión. Sacramento que, como ha dicho san Josemaría Escrivá de Balaguer, es el sacramento de la paz y de la alegría.