Santa Verónica Giuliani, 9 de Julio

Abadesa

Orsola (Úrsula) Giuliani nació en Mercatello de Urbino el 27 de diciembre de 1660. Sobre su vida existe una ingente bibliografía, aunque en su caso, como tantas veces ha sucedido en la hagiografía, se han magnificado los rasgos que marcaron los primeros años de su vida, omitiendo aspectos que no ensombrecen su singularidad mística, y realzan la obra primorosa que Dios hizo en ella bendiciéndola con multitud de carismas. En la pequeña Úrsula se dieron circunstancias complementarias aparentemente contradictorias. A veces era caprichosa, impulsiva, y se imponía a la voluntad de los demás con el privilegio que le confería ser la menor de siete hermanas (aunque algunas murieron en la infancia). Pero, a la par, era simpática, amable, apasionada, creativa, y ya se perfilaba su gran fuerza de voluntad. Sobre todo, mostraba unos signos diáfanos de amor a Dios y a María que se plasmaban en su acontecer con toda naturalidad. Eso se constata en la familiaridad de su altísimo trato y en la forma que discurría su místico diálogo.

Un día oraba ante María esperando que Ella le respondiera como si fuese un mortal. Al ver que no obtenía la respuesta esperada, expuso sus quejas dentro del candor propio de esa edad. Y cuando finalmente la Virgen depositó al Niño Jesús en sus brazos, le dijo: «¿Por qué no me contestabas ni hacías caso?». Creció instando a los demás a entregarse a la oración y a los ejercicios de piedad, y si no la secundaban, se contrariaba. Soñaba para todos lo más alto, y a ello les empujaba. A los 17 años, después de luchar por su vocación ante su padre y de convencerle, ingresó en el convento de las capuchinas de Città di Castello, con la venia del obispo con el que se había entrevistado, superando las pruebas. Ese mismo día, cuando se hallaba dando gracias a Dios por ello fue arrebatada en éxtasis. Pero las gracias que solía recibir no le conferían la inmunidad ante debilidades y deficiencias humanas. Entraba en el convento con el anhelo de padecer por Cristo, un deseo alimentado a sus 3 años cuando le leyeron las vidas de algunos santos mártires, y después de haber iniciado en solitario un camino de mortificaciones con los elementos que tenía a mano. Había descubierto ya que esa clase de penitencias por sí mismas no conducían a nada, sino que la fuerza que precisaba para vencerse residía en la oración continua y en la determinación a cumplir la voluntad de Dios. Quizá la vida comunitaria no era la que soñaba, pero se sobrepuso humildemente y pasó por encima de los juicios que le sobrevenían de sus superioras y hermanas de comunidad.

Tomó el hábito y cambió de nombre el 28 de octubre de 1677. Su lema fue: «No morir, sino padecer». Pidió a Cristo tres gracias: «Una fue que me otorgase la gracia de vivir como lo requería el estado que yo había abrazado, la segunda, que yo no me separase jamás de su santo querer; la tercera, que me tuviese siempre crucificada con El». Y desde luego que se las concedió. Sufrió aridez y abandono, pasó por pruebas de diversa índole, algunas promovidas dentro de la comunidad por una de sus hermanas, padeció las asechanzas del diablo, incomprensiones de sus confesores, incredulidad y juicio ante los hechos extraordinarios que le acontecieron, etc.

El 5 de abril de 1697 se manifestaron por primera vez en su cuerpo los signos de la Pasión de Cristo: «En un instante vi salir de sus llagas cinco rayos resplandecientes y vinieron a mí. Los veía convertirse en pequeñas llamas. En cuatro de estas había clavos y en una la lanza, como de oro, toda rusiente, y me atravesó el corazón; y los clavos perforaron las manos y los pies». A ello añadía severísimas mortificaciones, llevada por una fuerza arrolladora de amor divino, por el cual asumía con gozo estos y otros padecimientos. Temía por su alma y por la de tantos pecadores. En medio de todo ello desempeñó numerosas misiones en el convento, entre otras las de abadesa. Las dudas sobre los hechos que le acontecían estaban ahí, y junto con exámenes y pruebas, en 1716 el Santo Oficio prohibió su reelección como abadesa, aunque un mes más tarde se convirtió en superiora de la comunidad. Los instrumentos de la Pasión: la lanza, los azotes, la columna de la flagelación, las tenazas, el martillo, los clavos, las siete espadas de la Virgen, la cruz y algunas letras que significan las virtudes, quedaron impresos en su corazón en 1727, como comprobaron después de su muerte los forenses, muerte que se produjo después de recibir el beneplácito de su confesor al que se lo solicitó, el viernes 9 de julio de 1727. «¡El Amor se ha dejado hallar!» fueron sus últimas palabras. Fue beatificada por Pío VII el 17 de junio de 1804, y canonizada el 26 de mayo de 1839 por Gregorio XVI.


santoral Isabel Orellana

© Isabel Orellana Vilches, 2018
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