Nació en Viterbo el 9 de febrero de 1656. Era hija de un médico que ejercía la profesión en el Hospital Grande de la ciudad, y tenía tres hermanos más. Destacó enseguida por su brillante inteligencia tanto como por su gran corazón enriquecido por la formación espiritual que recibía.
Con 7 años profesó voto de consagración, aunque la juventud le trajo los aires de la seducción del mundo, y contra ella luchó remontando la contrariedad con oraciones y sacrificios. Los dos caminos que se ofrecían a la mujer: matrimonio o convento, le interrogaban a sus 20 años. Sin desestimar ninguno, percibía una llamada a servir a la Iglesia y a su entorno.
El camino se allanó al percibir interiormente la respuesta de Dios. En 1676 ingresó en el monasterio de Santa Catalina de Viterbo. En visitas anteriores a su tía materna Anna Cecilia Zampichetti, religiosa del convento, le había impresionado el ambiente austero, lleno de bondad.
Pero siete años después de vincularse a la comunidad, la inesperada muerte de su padre le obligó a dejarla para acompañar a su madre. A esta tragedia se sucedieron: el fallecimiento de su hermano Domenico cuando tenía 27 años, y la de su madre, que partió de este mundo transida de dolor por su pérdida.
No se cruzó de brazos contemplando el dolor. Éste fue para ella una fecunda vía purgativa que le condujo a buscar único consuelo en Dios. Situó en el centro de su vida a Cristo crucificado y abrió las puertas de su casa para que las niñas y las vecinas pudieran rezar el rosario con ella.
Comenzaba y terminaba con una lección catequética. Cada día constataba la escasa cuando no nula preparación, en todos los sentidos, de las que apenas tenían recursos. Y atisbó en ello la luz que le llevó a poner en marcha otra nueva misión estable dirigida a paliar estas necesidades: una escuela para educación de las niñas.
Tenía claro su objetivo: “Mi deseo es liberar a los jóvenes de la ignorancia y el mal para que el proyecto de Dios, que cada persona posee, se vuelva visible”. Sus dos excelsas pasiones, la que experimentaba por Dios sosteniendo su existencia, y la salvación de todo ser humano, infundían en su ánimo celestes afanes que cincelaban su quehacer.
Oración constante y una mirada en derredor suyo desde la cruz suscitaban en su corazón el anhelo de hacerse ella misma pura oblación. Unía todas las fatigas al sacrificio eucarístico incesantemente renovado en toda la Iglesia. De todo ello extrajo la fortaleza que derramó en sus innumerables actos de virtud.
Esta caritativa y humilde mujer, que no se detuvo ante nada, el 30 de agosto de 1685, con la venia del obispo de Viterbo, cardenal Sacchetti, y la colaboración de dos compañeras, abandonó el domicilio familiar. Entonces, sin dejar de portar esa llama del amor que le abrasaba, creó la Escuela Pública femenina.
Era la primera de sus fundaciones, pionera para Italia. No fue una decisión espontánea, sino el fruto de su oración y de su incesante búsqueda de la voluntad divina. En una ocasión manifestó: “¡Me siento tan apegada a la voluntad de Dios, que no me importa ni la muerte ni la vida: quiero lo que Él quiere, quiero servirle por cuanto Él quiere ser servido por mí y nada más!”.
El objetivo de esta iniciativa era dar una formación humana y cristiana. Pero la tarea no era fácil; halló muchos contratiempos. Dentro del clero algunos juzgaron como “injerencia” su enseñanza del catecismo. Desde el estamento intelectual le reprocharon que enseñase a niñas pobres siendo que procedía de una familia burguesa, prejuicios que ni le rozaron. Rosa siguió su camino. Justamente la contradicción le aseguraba que estaba cumpliendo la voluntad de Dios.
Al final obtuvo los parabienes de párrocos testigos del gozo de las madres al ver crecer humana y espiritualmente a sus hijas llamadas a las aulas de la escuela con el sencillo toque de una campanilla agitada por las calles por una de las alumnas. Oración, catequesis, aprendizaje de lectura y escritura, así como trabajos manuales, eran las fórmulas de esta fecunda labor que llegó a oídos del obispo de Montefiascone, cardenal Barbarigo.
Viendo su bondad, demandó la presencia de esta institución en su diócesis. Entre 1692 y 1694 Rosa impulsó allí y en los alrededores diez escuelas. A ellas le seguirían otras en la región del Lazio. Entonces conoció a Lucía Filippini y ambas siguieron durante un tiempo caminos casi parejos, bajo el amparo del cardenal.
Cuando tuvo que partir, dejó a sus escuelas en manos de Lucía. Y al ser demandada su presencia en el centro que ésta regía en Roma mediando en una difícil situación, Rosa acudió con premura. Hasta que Lucía acudió al pontífice para solventarla. A partir de entonces cada una siguió su propia vía, aunque en el fondo la acción educativa de las Maestras Pías que ambas llevaron a cabo tenían similares objetivos.
A Rosa la fundación de Roma se le resistió seis años. El primer intento fue fallido y ello le supuso algunos disgustos y contrariedades. Las autoridades dieron el visto bueno a finales de 1713. Con la ayuda del abad Degli Atti, amigo de su familia, abrió su primera escuela en las cercanías del Capitolio.
Clemente XI quedó impresionado cuando la visitó. Él y los ocho cardenales que le acompañaron constataron la excelente formación integral que recibían las alumnas. Sin ocultar su satisfacción, el Papa dijo: “¡Señora Rosa, usted hace lo que nosotros no podemos hacer! Le agradecemos mucho porque, estas escuelas, ¡santificarán Roma! […].
Deseo que estas escuelas se difundan en todas nuestras ciudades”. Fue el espaldarazo definitivo para su fundación, y también otro momento lleno de preocupaciones y de incesantes viajes para ella. Pero tuvo el gozo de ver en marcha más de cuarenta escuelas. Murió en la casa de San Marcos de Roma el 7 de mayo de 1728. Pío XII la beatificó el 4 de mayo de 1952. Y Benedicto XVI la canonizó el 15 de octubre de 2006.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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