En el Martirologio romano actual aparece como beata, aunque un apunte insertado en él recuerda que el papa Calixto III la introdujo en el catálogo de los santos el año 1457. Y es que a la vista de sus numerosas virtudes y prodigios efectuados por su mediación, en la voluntad de los pontífices estuvo llevar adelante su proceso de canonización. Lo abrió Inocencio IV, pero al morir en 1254 aquél se paralizó. Rosa se apareció al papa Alejandro IV en 1258 rogándole que tomase su cuerpo –conservado incorrupto bajo las losas de la iglesia de Santa María del Poggio sin otro envoltorio que él mismo–, y lo llevase al monasterio de Santa María de las Rosas, un lugar en el que nunca la admitieron en vida. En 1357 se desató un pavoroso incendio que destruyó la capilla donde se conservaban sus restos. La caja que los contenía sufrió el efecto devastador de las llamas, pero el cuerpo de Rosa simplemente tomó otro color.
¿Qué hizo esta joven, en sus escasos 18 años de existencia, para ser acreedora de tantos honores y morir con fama de santidad? Sencillamente hacer de ella un canto de amor a la Santísima Trinidad, socorrer a los pobres con ardiente caridad, y defender la fe de la Iglesia con una autoridad evangélica admirable. Nació en Viterbo, Italia, en 1234. Era hija de humildes campesinos y, según cuentan las crónicas, su infancia estuvo plagada de signos virtuosos; creció rodeada de prodigios. Desde muy niña era frecuente verla ensimismada ante las imágenes de santos y de la Virgen, y mostraba una clara inclinación por todo elemento religioso. Su falta de recursos económicos y escasa edad le impidieron ingresar en el convento de San Damián de Viterbo. El escenario de su entrega fue su modesto hogar paterno y las calles de las ciudades donde vivió. El momento histórico que le tocó vivir no fue fácil. La población estaba amedrentada por la violencia ejercida contra ella por el emperador Federico II, que había sido doblemente excomulgado por Gregorio IX, pero que respondió imponiéndose por la fuerza en todos los estados que permanecían fieles al pontífice.
Entretanto, esta penitente precoz tenía 7 u 8 años y llevaba ya una vida de intensa oración. Sus severísimas mortificaciones estuvieron a punto de enviarla al otro mundo. Sentía especial devoción por la Virgen y fue por su mediación que sanó de las lesiones que afectaron a su organismo debidas a las disciplinas que se infligía. Un día María se le apareció rodeada de un coro de vírgenes y le indicó que recorriera las iglesias de San Francisco de Asis, la de San Juan Bautista y la de Santa María del Poggio. Debía vincularse a la Tercera Orden de San Francisco sin abandonar su domicilio. El hábito le fue impuesto en la iglesia parroquial.
Recuperada su salud, tal vez sin haber cumplido aún los 10 años de edad, se dedicó a predicar por las calles vestida con tosco sayal. Y profundamente afligida, como si fuera un profeta, alertaba a las gentes. Les hacía ver la gravedad de los desmanes que cometían contra el Redentor, denunciando cómo transitaban día tras día imbuidas en sus quehaceres, ajenas a la entrega de su vida ofrecida al Padre por ellas que formaban parte del género humano. Rosa era una niña, pero sus encendidas palabras suscitaban grandes conversiones. Sin proponérselo ejercía una autoridad moral entre sus convecinos que, a pesar de estar acostumbrados a verla deambular con la fogosidad de un apóstol de Cristo, con el rostro arrebolado y los cabellos sin orden alguno, no podían evitar quedar impactados por su impecable conducta. Era notorio su amor por los pobres a los que socorría con evangélica prontitud. Sin dudarlo se privaba de la pieza de pan que le correspondía para ofrecérsela a ellos. Y esa austeridad de la que hacía gala era de dominio público.
Sin embargo, aunque los ciudadanos en general agradecían su entrega, hubo también incontables detractores. Molestos por las consecuencias que sus palabras y acciones tenían para los planes del emperador Federico, la convirtieron en objeto de mofa y se plantearon darle muerte. Su padre, inquieto ante el cariz que tomaban los acontecimientos, le prohibió evangelizar como hacía, so pena de infligir algún castigo si persistía en este empeño apostólico. Impertérrita, Rosa respondió: “Si Jesús fue golpeado por mi causa, yo puedo ser golpeada por causa suya. Yo solo haré lo que Él me dijo que hiciera. No puedo desobedecerle”. Aún pudo seguir difundiendo la fe por las calles dos años más. Después, instigada por este grupo de fanáticos, la autoridad de Viterbo la apresó y luego la desterró. Sus padres la acompañaron en su expulsión y se establecieron en Soriano, nuevo escenario de su predicación que atrajo a los moradores de otras localidades circundantes.
En diciembre de 1250 vaticinó públicamente la muerte del emperador, hecho que se produjo el 13 de ese mes y año. Entonces regresó a su patria, donde fue acogida con gran entusiasmo. Pero, en realidad, ella siempre había querido gozar de la soledad y la paz del monasterio; por eso acudió a las religiosas de Santa María de las Rosas deseando vestir el hábito de las damianitas. Nuevamente su pobreza fue un veto para cumplir este deseo. Y cuando la madre abadesa rechazó su petición, ella aseguró que ya que no la habían recibido en vida, posiblemente tendrían que acogerla cuando estuviese muerta, como así sucedió.
El párroco Pedro de Capotosti, su confesor, le sugirió que llevase en su hogar la vida de oración y penitencia que anhelaba. Y eso hizo. Algunas jóvenes que compartían su ideal se reunían junto a ella en una aledaña capilla que el sacerdote mandó erigir cerca del convento. Pero este nuevo foco religioso fue suprimido por Inocencio IV a instancias de las damianitas que no deseaban ver el fecundo crecimiento de otra comunidad nacida al lado de la suya. La santa regresó con sus padres y su voz se apagó discretamente, sin notoriedad alguna, el 6 de marzo de 1252. Sus últimas palabras fueron: Jesús y María.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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