Junto a María Goretti y a otros santos y beatos, la Iglesia incluye hoy en el santoral a esta española que tuvo la gracia de percibir la llamada de Cristo siendo niña y de acogerla cumpliendo su palabra con absoluta fidelidad en el seguimiento hasta el final de sus días.
Vino al mundo en Madrid, junto a su hermana melliza, el 10 de enero de 1889. Fueron dieciocho vástagos los que nacieron en su cristiano hogar, de los cuales sobrevivieron diez. El momento crucial destacado por sus biógrafos, por arrancar de él su vocación, se produjo a sus 9 años, el día que recibió por vez primera el Cuerpo de Cristo.
Las divinas palabras, escuetas, claras, directas, fueron: “Tú, Nazaria, sígueme”. Al igual que hicieron los primeros discípulos cuando fueron seleccionados del mismo modo, no titubeó. Aseguró: “Te seguiré, Jesús, lo más cerca que pueda una humana criatura”. Estaba en las antípodas del joven rico que dio la espalda a Cristo y de otros que antepusieron a Él diversas ocupaciones.
El primer paso que dio la santa fue consagrarle íntimamente su virginidad. Su padre tenía ante sí la ardua tarea de sacar adelante a su numerosa prole y se afincó en Sevilla; desde allí realizó varios viajes a América. Antes de partir con la familia, sobre Nazaria recayeron dos vaticinios. Uno de ellos provino de santa Ángela de la Cruz; le dijo: “Tú irás a América, y volverás con compañeras”.
El otro fue del jesuita P. Tarín, quien precisó certero: “Hija mía, Dios te ama mucho. Ánimo y adelante. Dentro de unos tres años, Dios te empezará a colmar tus deseos, después te los colmará todos, todos”. Era el Jueves Santo de 1906, y ella sustituía a una pobre que debía haber participado en la liturgia del lavatorio de los pies, en el domicilio de la condesa de Casa Galindo.
Tenía 18 años cuando los suyos se embarcaron rumbo a México. En el trayecto hubo una escala en Cuba, y allí observó el talante de dos Hermanitas de los Ancianos Desamparados que habían realizado el viaje sin hacerse notar, eligiendo los asientos menos valorados, y cuyo rostro dejaba traslucir su gran humildad.
Ese desarraigo de las cosas del mundo conmovió a Nazaria, que hacía años se sentía llamada a la vida misionera, y decidió unirse a ellas. Realizó el noviciado en España y al conocer que necesitaban voluntarias para América, se ofreció de inmediato movida por su afán apostólico. Su primer destino fue Oruro, Bolivia, y su misión: pedir limosna para los ancianos. No era agradable, menos aún cuando alguna vez recibía por ello un trato grosero.
Pero se esforzaba con agrado, poniendo sobre el tapete su arrolladora simpatía, pensando en Cristo y en las personas de avanzada edad que no tenían a nadie más que a ellas. Las calles de la ciudad, recorridas de forma incansable, iban desnudándose ante sus ojos; veía, más allá de recodos y muros, el vacío, la soledad y carencias elementales que formaban parte de la vida de tantos desheredados. Formó parte de la comunidad de Hermanitas doce años.
Tras la lectura de la vida de Catalina de Siena, que le sugirió el nuncio del Papa en Bolivia, se sintió llamada a formar una Cruzada al servicio del pontífice. Coincidió que la víspera de Pentecostés de 1920 visitó el Beaterio de Nazarenas de Oruro, que se hallaba en delicada situación, y en el que tenía puesta su mirada el obispo, y sintió esta locución: “Tú serás fundadora y esta casa tu primer convento”.
Ese mismo año realizó los ejercicios de san Ignacio de Loyola, y comprendió claramente que la vía que debía seguir era instituir una congregación integrada “bajo el estandarte de la cruz” que estuviera “en torno a la Iglesia” en una “cruzada de amor”. En enero de 1925 emitió voto de obediencia al Papa y abrió su corazón a Mons. Antezana. Ambos convinieron en pedir una prueba a Dios para saber si debía fundar: poder entrevistarse con el nuncio el 12 de febrero de ese año.
En marzo Mons. Cortesi dio su visto bueno: “Ha llegado la hora y usted deberá ponerse al frente de este nuevo Instituto”. El beaterío fue el lugar donde quedó instaurada su obra, tal como se le anunció. Ella añadió a su voto de obediencia, el de trabajar por la unión y extensión de la Iglesia. En febrero de 1927 profesaron las primeras religiosas. En 1930 fue unánimemente elegida superiora general.
Asentó en el corazón de todas este afán: “En amar, obedecer y cooperar con la Iglesia en su obra de predicar el Evangelio a toda criatura, está nuestra vida, el ser lo que somos”. “Este es nuestro espíritu: guerrero, fiel, nada de cobardías, todos amores, amor sobre todo a Cristo y en Cristo a todos. Repartirse entre los pobres, animar a los tristes, dar la mano a los caídos; enseñar a los hijos del pueblo, partir su pan con ellos, en fin, dar toda su vida, su ser entero por Cristo, la Iglesia y las almas.
Viajó a Roma y mantuvo dos emotivas audiencias con Pío XI. En la segunda el pontífice la vio tan firme en su anhelo de trabajar por la sede de Pedro representada en él, que puntualizó: “Sí, y por Pedro a Cristo”. Al añadir que estaban dispuestas a morir por la Iglesia, nuevamente el Papa matizó: “¿Morir, hija mía? Morir, no. Vivir, vivir y trabajar mucho por la Iglesia”. La fundación fue aprobada en 1935. Ella la extendió por Bolivia, Argentina –a demanda del nuncio apostólico en el país, Mons. Cortesi–, Uruguay y también por España, donde se hallaba en 1936. Inmersa en la guerra civil, la comunidad entera fue apresada; su destino: morir bajo los fusiles a manos de los milicianos, como tantos otros. Acogieron el hecho con tal gozo que los dejaron estupefactos. No podían entender que para ellas, que habían recibido la Eucaristía previamente, entrar en la vida eterna era el más preciado galardón. Pero las leyes consulares uruguayas y bolivianas, regidas por el derecho internacional, impidieron su ajusticiamiento. El 6 de julio de 1943 Nazaria entregaba su alma a Dios en Buenos Aires. Juan Pablo II la beatificó el 27 de septiembre de 1992. Francisco la canonizó el 14 de octubre de 2018. Sus restos se veneran en Oruro.
© Isabel Orellana Vilches, 20183
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