Pablo VI sintetizó lo que dio de sí la vida de esta santa mujer para tantos desvalidos, reconociendo en ella la sabiduría divina que latía en su excelsa acción caritativa. Fue, según sus palabras, «maestra de humanidad, que vivió el desafío humanizante de la civilización del amor». A su vez, Juan Pablo II concretó su labor diciendo que: «consolaba sosteniendo la esperanza de los pobres, defendiendo su vida y sus derechos, curando heridas del cuerpo y del alma; consolaba luchando por la justicia, construyendo la paz, promoviendo a la mujer; consolaba con humildad, con mansedumbre, con bondad y misericordia; consolaba con la libertad de los hijos de Dios que nada temen».
Nació en Reus, Tarragona, España, el 24 de marzo de 1815 en la transición del Jueves al Viernes Santo, un hecho destacado por su biógrafo que vio en ello un signo anticipatorio de lo que sería su devenir. Sus padres eran catalanes, aunque el cabeza de familia tenía ascendencia andaluza; se ganaban la vida como artesanos. A su lado forjó su carácter enérgico, tenaz, sensible, intuitivo y generoso; no le pasaba desapercibido el sufrimiento de quienes le rodeaban. La primera comunión marcó el inicio de una vida espiritual que iría madurando progresivamente al punto de exclamar: «Quien llega a probar cuán dulce es Dios no puede dejar de caminar en su presencia».
A los 16 años decidió ser religiosa. Su padre, creyente comprometido, no supo ver el alcance de su petición y le negó el permiso. La santa esperó una década. Transcurrido ese tiempo dio el paso definitivo, aunque tuvo que dejar su hogar a escondidas. Llegó al hospital de Reus dirigido por la «Corporación de Caridad» y se integró en ella. Y caridad ofreció a raudales, dando inequívoco testimonio de fe, poniéndose de parte de los débiles. Esta mujer valerosa, casi emulando a la heroína Agustina de Aragón, cuando en junio de 1844 cayeron las bombas sobre Reus no dudó en atravesar la línea de fuego junto a otras hermanas y presentarse ante el general Zurbano pidiéndole clemencia para la población, demanda que le fue concedida. Cinco años más tarde el ayuntamiento de Tortosa pensó en la idoneidad de las religiosas para gestionar la Casa de Misericordia que atravesaba un momento delicado. La atendieron cuatro, encabezadas por María Teresa. Ésta nuevamente brilló por su admirable labor y celo hacia los desvalidos, almas fragmentadas sin cobijo y con numerosas carencias.
Antes de hallarse en posesión de la titulación de magisterio, que obtuvo en 1852, dirigió una escuela pública de niñas. Siguiendo la indicación de sus superiores, cursó estudios en secreto. Cuando el hecho se hizo público, recayeron sobre ella las sanciones pertinentes que culminaron con su separación del centro escolar. Paciente y generosa, no se quejó, no albergó resentimiento alguno, ni quedó afectada por las numerosas críticas y ataques que recibió. Puso su experiencia al servicio de los demás dando lugar a la apertura de un lazareto. En 1852, siendo ya profesional acreditada, dirigió el hospital de la Santa Cruz. Caridad y justicia fueron parejas en su vida. Se negó a jurar ante la máxima autoridad local presupuestos atentatorios contra la Iglesia. Con bravura defendió a las madres lactantes y a los discriminados en sus trabajos. No se arredró cuando tuvo que enfrentarse a un médico que pretendía utilizar monstruosamente la ciencia para experimentos quirúrgicos con niños abandonados por sus padres; se expresó con tanta contundencia que logró impedir este grave e inmoral desatino.
Desde ese año de 1852 fue madurando una idea que ponía a los pies de Cristo. La corporación a la que pertenecía no estaba bajo autoridad eclesial; era un asunto que había tratado con la superiora sin hallar eco. El hecho le inquietaba porque quería vivir al abrigo de la Iglesia, y no veía que estuviera haciéndolo. Entonces comenzó una etapa de discernimiento que llevó a su oración. Después de realizar diversas consultas, y aunque le costó mucho la decisión, se separó de las hermanas de Reus. El 14 de marzo de 1857 surgía la fundación de la nueva congregación. En esa fecha pidió la admisión de las trece hermanas integrantes «bajo la obediencia y dirección de la autoridad eclesiástica diocesana». En noviembre del año siguiente, una vez que fueron autorizadas, tomaron el nombre de Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación. Y así culminaba otro paso más de la vida de esta santa mujer enamorada de Dios.
Ese «Esposo dulce», a quien tiernamente denominaba también «dulzura mía», en numerosas ocasiones se «ocultó», y caminaba envuelta en la bruma de la aridez, como le ha sucedido a tantos seguidores de Cristo. La oscuridad y «silencio de Dios» fue un acicate para vivir la humildad, el olvido de sí y la abnegación heroica por amor a Él y al prójimo, sentimientos que sintetizó diciendo a sus hermanas: «Todo sea para gloria de Dios. Todo para bien de los hermanos. Nada para nosotras». Tenía claro que aquello que se ofrece generosamente revierte en bendiciones sobre uno mismo. Es decir, que el sujeto de cualquier acción caritativa es el primero que percibe su riqueza. Esta convicción la transmitía a sus hijas: «El misericordioso se hace bien a sí mismo». Experimentaba la fortaleza y el poder que Dios otorga a quienes le siguen con sincero corazón.
La conciencia de pequeñez estaba viva dentro de sí, pero sabía que por encima de ella predomina la voluntad de Dios que ha elegido actuar a través de sus débiles hijos. Por eso decía a sus hijas, con la certeza que proviene de la fe, que pese a ser insignificantes todas podían ser «instrumentos de su misericordia». Murió el 11 de junio de 1876 después de solicitar permiso de su confesor, diciéndole: «¡Déjeme marchar!». Pablo VI la beatificó el 8 de mayo de 1977. Juan Pablo II la canonizó el 11 de diciembre de 1988.
© Isabel Orellana Vilches, 2024
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