Esta canadiense, primera en ser canonizada, amó apasionadamente a Dios Padre. Cobijada en su ternura superó las contradicciones y sufrimientos que la vida le presentó. Se dice que la cuna, el hogar que acoge a un recién nacido, tiene mucho que ver en el acontecer de una persona. Y así es en cierto sentido. El de Margarita estaba asediado por la pobreza cuando nació en Varennes, Quebec, Canadá, el 15 de octubre de 1701 a pesar de que su padre era un oficial. Sus cinco hermanos, que fueron llegando al mundo después que ella, no tuvieron mejor suerte. Es más, la pérdida del cabeza de familia, que se produjo cuando ella tenía 7 años, no hizo sino empeorar la situación y la mendicidad fue la única vía para ir sobreviviendo. Pero esta experiencia de indigencia familiar sería de gran valor para la misión que iba a desempeñar, amén de irle curtiendo entonces en el infortunio. Dos años con las religiosas Ursulinas de Quebec como alumna interna fueron suficientes para asentar en ella principios que había recibido en su hogar. Después, su ocupación no fue otra que seguir auxiliando a su madre. Y cuando esta rehizo su vida contrayendo nuevo matrimonio, se fue a Montreal.
Tomando nuevo rumbo, en 1722 se casó con François d´Youville, que por todo equipaje aportaba al nuevo hogar un compendio de desdichas. Díscolo, traficante de pieles y de alcohol, droga que ponía al alcance de los indios, con su indiferencia por la familia que había formado, y sus largas y frecuentes ausencias, aún hacía más difícil la convivencia con esa madre intransigente que también había llevado consigo. François había derrochado los bienes y las dificultades económicas perseguían a todos. La desolación fue acentuándose con la pérdida progresiva de los hijos nacidos en el matrimonio. De seis, únicamente sobrevivieron dos, dándose la circunstancia de que a estos Dios Padre les concedió la gracia del sacerdocio, y a su madre infinito consuelo. François murió en 1730, después de una súbita enfermedad, siendo asistido por Margarita en todo momento, que vertió en él su cariño. El sexto hijo, del que se hallaba encinta en esos momentos, nació después de quedarse viuda, pero Dios se lo llevó con Él. La santa, tras ocho difíciles años de matrimonio, quedaba al frente del hogar sosteniendo a los pequeños con admirable fortaleza convencida de que Dios Padre jamás abandona a sus hijos.
Cuando los dos varones que habían sobrevivido fueron ordenados sacerdotes en 1737, emprendió el que iba a ser su definitivo camino: la fundación de un nuevo movimiento eclesial. Su director espiritual, el padre Lescöat, se lo había anunciado al enviudar: «Consuélese, señora; Dios le destina para una gran obra, y llegará a levantar una casa en decadencia». Sin dilación el último día de ese año de 1737 lo selló con su consagración. A partir de entonces los desfavorecidos serían su único objetivo. Esta determinación, compartida con otras mujeres, no fue acogida por la sociedad y las murmuraciones y maledicencias se añadían al amargo cáliz que había marcado su acontecer. La lacra del vicioso marido, aunque ya había muerto, seguía salpicándola a ella y a la comunidad, sembrando las dudas en los vecinos que, sin atender a los gestos de virtud que desplegaban por doquier, aceradamente las hacían objeto de sus críticas. Es más, fueron apedreadas, acusadas de alcohólicas, y hasta se pidió exilio para Margarita. Dijeron que la lesión de una rodilla era un «justo castigo del cielo». El juicio, malsano y erróneo, se emitía con la simpleza de quien ignora que Dios Padre no actúa con tales parámetros con ninguno de sus hijos haga lo que haga, y no se podía atribuir a la santa un comportamiento negativo ya que obró con admirable y heroica caridad en todo momento.
En penosas condiciones físicas y económicas, constantemente probada, cuando murió una de sus colaboradoras y pilar de la obra que ponían en marcha, actuó con visible fortaleza. En 1747 le encomendaron la gestión del Hospital de los Hermanos Charon, labor difícil porque se hallaba en un estado calamitoso. Pero lo levantó haciendo de él un cálido hogar para los desvalidos. El padre Normant, que había sustituido en la dirección espiritual de la santa al padre Lescöat, cuando este falleció, corroboró que no se había equivocado al animarle a poner en marcha esta ardua empresa. Al tiempo, surgía la fundación de Margarita: las Hermanas de la Caridad de Montreal que dieron lo mejor de sí a los enfermos incurables y afectados por graves lesiones, así como ancianos, niños, indigentes, soldados, etc. En 1751 defendió con valentía este centro ante autoridades civiles y eclesiásticas cuando quisieron convertirlo en sede de las religiosas de Quebec. Entonces el pueblo, que antes la había maltratado a ella y a la comunidad, salió en defensa de las religiosas reconociendo su excepcional labor.
Libre de las deudas que había heredado al hacerse cargo del hospital, y en un momento en el que todo parecía ir por buen camino, un nuevo reto se presentó ante la comunidad cuando aquel fue pasto de las llamas en 1765. Margarita sabía que Dios Padre jamás la abandonaba, y se gozó espiritualmente en ese nuevo contratiempo recitando con las hermanas el «Te Deum». Luego vaticinó: «Tranquilizaos, la casa ya no arderá más». A los 64 años puso en pie nuevamente el hospital. En esta misión había involucrado a madres e hijas del lugar. Murió el 23 de diciembre de 1771. Fue beatificada por Juan XXIII el 3 de mayo de 1959, y Juan Pablo II la canonizó el 9 de diciembre de 1990.
© Isabel Orellana Vilches, 2023
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