En esta festividad del martirio de san Juan Bautista, celebramos la vida de santa María de la Cruz Jugan. Nació en Cancale, Francia, el 25 de octubre de 1792. Su padre era un honrado pescador en las costas de Terranova y un día el mar bravío lo engulló. Ella tenía cuatro años. Después fue de gran ayuda para su madre, que debía alimentar a todos los hijos; cuidaba un rebaño mientras rezaba y mantenía viva la presencia de Dios en su corazón. En 1810 obtuvo empleo como ayudante de cocina en casa de la vizcondesa de la Chouë.
A los 18 años la cortejó un marinero. No quiso comprometerse entonces y al cumplir los 24 el enamorado insistió. Su madre juzgaba que el matrimonio sería ventajoso, pero a Juana le movía esta poderosa convicción: “Dios me quiere para Él. Él me guarda para una obra que no es aún conocida…”.
En 1816 participó en una “Misión”. Y en medio de la oración brotó el afán de consagrarse a Dios y de asistir a los pobres por amor a Él, vinculada a la Tercera Orden del Corazón de la Madre Admirable, obra de san Juan Eudes. Comenzó a trabajar como ayudante de enfermería en el hospital “du Rosais” de Saint-Servan, hasta que en 1823 cayó enferma por causa de gran fatiga.
Pero ya había hecho acopio de una excelente formación que iba a ayudarle en su misión, y mostrado gran sensibilidad para comprender y paliar el dolor ajeno. Convivió con Marie Lecoq doce años. Compartían el mismo ideal: misa diaria, oración, visitas a los pobres de la parroquia, y la formación catequética a los niños. Ella ayudó a Juana a restablecerse.
Lecoq murió en 1835. Pocos años más tarde, la santa alquiló una vivienda junto a François Aubert, que era conocida suya. Inició la fundación en el invierno de 1839 con la acogida de una anciana viuda, pobre, ciega y enferma de la que tenía referencia directa. La ubicó en su dormitorio portándola en sus brazos, y ella se mudó al granero.
Las siguientes integrantes fueron Virginia, una joven de 17 años, que sanó gracias a sus cuidados, y otra persona mayor, soltera, que había servido gratuitamente a un matrimonio sin recursos y que no tenía a dónde ir. La demanda crecía y pronto escaseó el espacio. Abnegada, generosa, llena de piedad y misericordia por los pobres desvalidos, los buscaba en barrios marginales y en toda clase de tugurios.
En 1840 pusieron en marcha una asociación caritativa junto al vicario del lugar, Augusto Le Pailleur; éste sería su cruz. François tuvo en cuenta su avanzada edad, y prefirió quedarse en la retaguardia. Esta mujer, Juana y Magdalena Bourges, otra enferma cobijada en casa, que la fundadora auxilió, fueron las primeras integrantes de las Hermanitas de los Pobres.
Para alimentar a tantas personas recogidas y a falta de ingresos, mendigaban. Lo habían hecho antes las ancianas, pero pidieron a Juana que las sustituyera. Y ella aceptó animada por un religioso de san Juan de Dios. Tuvo que vencerse y hacer un ímprobo esfuerzo, pero salió a la calle y afrontó valientemente muchos desplantes y chanzas. Sufrió las inclemencias meteorológicas y la penalidad de los largos trayectos. Tenía dotes para la colecta, y obtenía no solo dinero sino también ayuda en especies.
Un día le dieron una bofetada, y ella respondió mansamente: “Gracias; eso es para mí. ¡Pero ahora deme algo para mis pobres, por favor!”. Una persona que poseía cuantiosos bienes juzgó que era suficiente con la notable cantidad que le entregó; no llevó bien que Juana volviese de nuevo en otra ocasión y la trató sin miramiento.
Pero ella no se arredró. Le recordó que precisaban comer todos los días. El hombre, impresionado, se avergonzó y se convirtió en uno de sus benefactores. La santa también infundía el amor al trabajo a los ancianos, que ayudaban con lo que sabían hacer para costear los gastos.
En 1843, Juana fue unánimemente reelegida superiora por sus compañeras. En 1845 la Academia Francesa le concedió el premio Montyon por su labor humanitaria; el dinero que le dieron lo invirtió en reparar un techo. También la logia masónica premió su labor con una medalla de oro que fundió para hacer un cáliz. Su fama crecía, aunque ella no la buscara. Sin embargo Le Pailleur tenía aspiraciones que no discurrían por el camino evangélico.
Su intención era manejar a su antojo la fundación y pensando que no podría intervenir en ella si Juana estaba al frente, poco tiempo después de la elección, dando por inválida su designación, la relegó a la colecta sin más atribuciones. Como siempre, un santo obra milagros en la adversidad y arrebata las gracias con su virtud. Juana, que no perseguía el poder, obedeció y asumió con mansedumbre la decisión y las humillaciones que siguieron después, incluido el trato prepotente y altivo de la nueva y joven superiora.
Enviada a Rennes a mendigar, fundó allí en 1846 y luego abrió casas en distintos puntos del sur de Francia. Devotísima de san José, logró que los ancianos se encomendaran a él, y obtuvieron lo que pedían. En 1852 Le Pailleur, que le prohibió también pedir limosna, la envió a la casa fundadora. Permaneció en ella cerca de tres décadas realizando tareas domésticas, completamente postergada, íntima y profundamente unida a Cristo, amando a los pobres, en quienes le veía: “No olviden nunca que el pobre es nuestro Señor”.
Desde el anonimato se ocupó de mantener en pie la Orden, impulsándola, gozándose íntimamente en su sencillez de los frutos que se cosechaban. ¡Qué corazón tan grande! Con sus propios matices, esta es la noble y conmovedora historia que late en las fundaciones porque quienes las impulsaron murieron día a día a sí mismos buscando únicamente la gloria de Dios.
La obra fue aprobada por León XIII en marzo de 1879. El 29 de agosto de ese año ella murió en silencio, como hizo en las décadas de humano ostracismo mientras que su espíritu iba inundándose con la luz divina. Muchas de las hermanas supieron después que era la fundadora. Juan Pablo II la beatificó el 3 de octubre de 1982. Benedicto XVI canonizó a Juana el 11 de octubre de 2009.
© Isabel Orellana Vilches, 2013
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