La conmovedora existencia de esta mártir africana, doctora del perdón, dio la vuelta al mundo cuando san Juan Pablo II la canonizó el 1 de octubre de 2000. Fue la suya una vida que interpela sobre ese insondable misterio del amor de Dios que se impone sobre la felonía y brutalidad de algunos seres humanos. Ya es verdaderamente trágico pasar por la vida siendo verdugo de otros, de tantas formas como se manifiesta la agresión en los distintos escenarios donde discurre la convivencia, siempre que en ella campea el egoísmo. Pero cuando se alcanzan cotas como las que que tuvo que padecer esta santa, enmudecen las palabras y uno siente que el latido del corazón se queda en suspenso. Si a eso se le añade su insólita capacidad para perdonar, movida sin duda alguna por la gracia, el amor brilla con poderosísima fuerza en medio de tanta fiereza, y no cabe otra salida que volver los ojos al cielo donde habita la unidad, la verdad, la bondad y la belleza, atributos del Absoluto, porque en Él radica la explicación de tan excelsa respuesta. Ella encarnó admirablemente la indicación de Cristo de perdonar sin límites: “hasta setenta veces siete” (Mt, 18, 22).
Vino al mundo en un continente con una tradición de siglos de esclavitud aterradora. Nunca supo ni su fecha exacta de nacimiento, aunque pudo producirse en torno a 1870 en Olgossa-Darfur, Sudán, en la tribu de los dagiu, y tampoco recordó su nombre, borrado para siempre por la conmoción de un hecho espantoso que le acaeció alrededor de sus 9 años. Fue capturada por dos negreros mientras paseaba con una amiga. Inocente y temerosa siguió a los extranjeros que intimaron a su compañera: “Deja a la niña pequeña ir al bosque a buscarme alguna fruta. Mientras, tú puedes continuar tu camino; te alcanzaremos dentro de poco”. Una vez aislada de su amiga, uno de los malhechores la sujetó mostrando un cuchillo que aplicó a su costado, y en tono amenazador, revelando sus aviesas intenciones, advirtió: “¡Si gritas, te mato! ¡Adelante, camina, síguenos!”. La infeliz criatura no fue capaz de decir su nombre cuando se lo preguntaron, y entonces la denominaron Bakhita, “afortunada”, aunque el simbolismo encerrado en este significado le sería develado por completo a través de un atroz camino signado por la cruz. Tenía tres hermanos y dos hermanas, una de ellas era su gemela. Otra había desaparecido antes en manos de diferentes negreros; tan cruel separación produjo una honda amargura en toda la familia.
Bakhita fue vendida a cinco amos distintos, siendo maltratada junto a otros esclavos como “bestias de carga”, encadenada, brutalmente golpeada, pasando hambre y sed, hacinada en nauseabundos espacios. Inútilmente intentó fugarse. El cuarto amo al que la entregaron en torno a sus 13 años la tatuó con una cuchilla marcándola con 114 incisiones: “seis en el pecho, setenta en el vientre y cuarenta y ocho en el brazo derecho”. Para evitar infecciones le aplicaron sal durante un mes: “Sentía que iba a morir en cualquier momento, en especial cuando me colocaban la sal”. En 1882 fue comprada por el cónsul italiano Calixto Legnani: “Esta vez fui realmente afortunada porque el nuevo patrón era un hombre bueno y me quería mucho […]. No había reproches, ni castigos, ni golpes, y a mí me parecía imposible gozar de tanta paz y tranquilidad”. Con este amo y su amigo Augusto Michieli viajó a Italia. La señora Michieli no tuvo escrúpulos en manifestar su deseo de poseer numerosos esclavos, y el cónsul se desprendió de Bakhita, a la que su nueva ama destinó como niñera de su hija Minnina.
Los negocios obligaron al matrimonio a residir fuera de Italia, y dejaron a Bakhita y a Minnina bajo el amparo de las cannosianas de Venecia. El administrador de la familia, Cecchini, le regaló un crucifijo que ella contemplaba sintiendo una indescriptible emoción en lo más íntimo de su ser. A través de la formación recibida, comprendió que el Dios de los cristianos “había permanecido en su corazón” y le había ayudado a soportar la esclavitud. En un momento dado, expresó: “Si volviese a encontrar a aquellos negreros que me raptaron y torturaron, me arrodillaría para besar sus manos porque, si no hubiese sucedido esto, ahora no sería cristiana y religiosa”. ¿Quién puede decir algo así, con una trayectoria tan dramática como la suya, si no es por una gracia que procede de lo alto?
El 9 de enero de 1890 recibió el bautismo, la comunión y la confirmación de manos del cardenal de Venecia, tomando el nombre de Josefina Margarita Afortunada. Cada día era ocasión para conocer más al Dios “que me ha traído hasta aquí de esta extraña forma”. Aún trataron de aherrojarla con las cadenas a través de la señora Michieli, quien a su regreso de Sudán quiso llevársela con ella. Con enorme valentía Bakhita se negó y se quedó con las religiosas canossianas. La esclavitud era ilegal en Italia y esa baza jugada a su favor la rescató. A los 38 años de edad se convirtió en una de las hermanas de la orden. Trasladada a Venecia desempeñó trabajos humildes, limpiando y cocinando, a la par que cuidaba a los pobres.
No fue agraciada con dones extraordinarios, pero su fama de santidad la precedía. Impresiona su sentido del humor y su alegría en medio de la tragedia que asoló su existencia. En 1929 tuvo que narrar su vida por obediencia y comenzó a viajar por Italia impartiendo conferencias. El 8 de febrero de 1947 en Schio (Italia) sucumbía su débil organismo aquejado por el dolor y la enfermedad. Decía a su enfermera: “¡Por favor, desatadme las cadenas… es demasiado!”. Sus últimas palabras fueron: “¡Madonna! ¡Madonna!”. El Papa la denominó Nuestra Hermana Universal.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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