Originaria de Almenara, Castellón, España, nació el 3 de enero de 1870. De familia humilde, desde temprana edad experimentó el dolor de la separación de sus padres y cuatro de sus cinco hermanos. Entonces tenía 8 años y, de la noche a la mañana, tuvo que afrontar con decisión y madurez el cuidado de la casa y de su hermano. La catequesis era el único momento de esparcimiento que cabía en su vida. Tanto peso y esfuerzo le pasaron pronto la factura. Enfermó gravemente y ofreció a Cristo sus intensos dolores. Nada pudo hacerse por su pierna izquierda ya que cuando los familiares se dieron cuenta solo cabía su amputación. La intervención se efectuó sin anestesia. Estuvo a punto de morir, pero esa experiencia hizo de ella una mujer abnegada y paciente en el dolor, alegre, generosa y desprendida, deseosa de cumplir la voluntad de Dios; y lo hizo con piedad y buen humor, sin queja alguna. Durante años todo su quehacer fue doméstico, amasado en rezos y lecturas espirituales. Una funesta caída en 1885 cubrió su cuerpo de llagas. Entonces su hermano, que había enviudado y contraído nuevas nupcias, se separó de ella para no importunar a la esposa que no deseaba hacerse cargo de Genoveva.
De modo que tenía 15 años cuando ingresó en la “casa de Misericordia” de Valencia de las Carmelitas de la Caridad. Nueve años más tarde mostró su deseo de formar parte de la comunidad, pero no fue admitida a causa de su imposibilidad física. Dios le tenía reservado fundar otra Orden. Tuvo en cuenta el gravísimo y doloroso problema de la soledad y el abandono que frecuentemente acucia a personas de edad avanzada que, o bien no tienen familiares o no hay quien quiera hacerse cargo de ellas. Así pues, persiguiendo la voluntad de Dios, y sin haber intentado ingresar en ninguna otra Orden, dejó el orfanato y se trasladó a un domicilio junto a dos compañeras con las que comenzó a ejercitar obras de piedad. Con la costura se procuraba el sustento, hasta que en 1911 abrió una casa para acoger a mujeres que vivían en soledad. Contribuirían con su pensión y recibirían un trato delicado lleno de atenciones.
Sustentaba la Sociedad Angélica la adoración nocturna de la Eucaristía. De esta obra la designaron directora, pero ella se decía a sí misma: “¿Quién soy yo? Más nada que nadie”. Estaba convencida de que la Obra precisaba “un gigante de mujer con corazón de hombre”. La humildad era su corona. Y aunque no se sintiera digna de asumir esa misión, lo cierto es que la fundación se extendió por Madrid, Barcelona, Bilbao, Santander, Pamplona y otras Provincias. En 1915 comenzaron a profesar privadamente. Y en 1925 la primitiva Sociedad Angélica fue erigida Instituto religioso diocesano, profesando Genoveva junto a 18 religiosas ante el arzobispo de Zaragoza, donde quedó fijada la sede generalicia, hallándose al frente de ella como madre general. Acompañó, confortó y animó a sus hijas durante la Guerra Civil española, y dio cobijo en la casa de Valencia a muchas personas que pudieron perder la vida. Llena de confianza y con gran decisión impulsó la recuperación de las casas que habían sido afectadas por la contienda, sacándolas adelante.
Fomentó el amor a la Eucaristía, se entregó por entero a los demás, y logró que las residencias de mayores se convirtieran en un remanso de paz para todas las mujeres solitarias y afligidas a las que acogieron. Decía: “No damos prueba de que amamos a Dios, si por una pequeña dificultad dejamos de servirle con fidelidad. Para hacer frente a las dificultades es necesaria la fortaleza”. Había tenido siempre el consuelo de la oración, a la que se sentía inclinada: “Por la gracia de Dios siento atractivo para orar y por intercesión de la Santísima Virgen pido a Dios que me acreciente más y más este atractivo. Porque, si bien por la misericordia de Dios todo lo creado me lleva a Él, lo saqué de la constancia en la oración en medio de las dificultades y miedos para tenerla”. En 1953 la obra obtuvo el “Decretum Laudis” en Roma. Ella cesó en sus funciones en 1954 y se puso a merced de la nueva madre general. A lo largo de 1955 sus escasas fuerzas iban decayendo y, tras un ataque de apoplejía que le sobrevino en Navidad y del que mejoró transitoriamente, murió en Zaragoza el 5 de enero de 1956. Fue canonizada en Madrid por Juan Pablo II el 4 de mayo de 2003.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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