Helena Kowalska nació el 25 de agosto de 1905 en Glogowiec, Polonia, en el hogar de una familia de campesinos, piadosos practicantes. Fue la tercera de diez hermanos. Espiritualmente fue forjada en la fe sobre todo por su madre. Y desde su más tierna infancia manifestó una inclinación religiosa que se apreciaba en su comportamiento.
Los suyos conocían perfectamente sus prácticas de oración, la tendencia a procurar todo el bien posible a su alrededor y su marcada predilección por las vidas de santos que le gustaba leer y compartir con otros niños de su edad. A los 7 años fue sellada por la experiencia del amor de Dios.
Antes de ir a la escuela, su padre le había enseñado a leer. Luego añadió lo que pudo aprender en la escueta formación académica que recibió, que no llegó a tres años. Los escasos recursos para tan numerosa familia demandaban la pronta ayuda de los hijos mayores. Y ella con 16 años tuvo que ganarse el sustento como empleada de hogar y dependienta. Trabajó en varios hogares y localidades diversas.
Soñaba con la vida religiosa, y en las contadas ocasiones que viajó a su casa paterna expuso este anhelo, recibiendo siempre una negativa como respuesta. En una de ellas ya tenía 18 años. Fue entonces cuando pasó por un corto periodo en el que las diversiones ocuparon su tiempo. En su Diario explicó que de ese modo trataba de sofocar las constantes invitaciones que recibía de lo alto para mudar sus hábitos. Pero la predilección divina se extendió sobre ella.
Un día en una fiesta, mientras bailaba, vio al divino Redentor lleno de llagas; poniéndose a su altura, le dijo: “Helena, hija mía, ¿cuándo cesarás de ignorarme y cuánto más estarás alejada de mi lado?”. Profundamente turbada, como no podía ser menos, acudió presurosa a la catedral de San Estanislao de Kostka. Cristo se manifestó explícitamente ante la pregunta acuciante de la joven, ansiosa por saber qué debía hacer: “Ve inmediatamente a Varsovia; allí entrarás en un convento”.
En esa época la dote era condición imprescindible para ingresar en él. Solo cabía la fe, ya que de ningún modo poseía la cantidad exigida. Pero su confianza en Dios no tenía fisuras, y con ella tocó las puertas del convento de las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia. Para reunir la suma necesaria aún tuvo que trabajar otro año más. Por fin, en 1925 pudo cumplir la indicación de Cristo integrándose en la vida religiosa; tomó la iniciativa sin contar con la venia de sus padres.
Ahora bien, no le resultó fácil la consagración. Le acuciaron las tentaciones de volver al mundo y de mirar retrospectivamente su pasado. Cristo le instó a mantenerse fiel para superar las sombras que se cernían sobre ella y, una vez disipadas con su gracia, siguió el camino trazado desempeñando tareas de cocinera, jardinera y portera. El 30 de abril de 1926 profesó en Cracovia con el nombre de Faustina del Santísimo Sacramento, nombre que se le reveló durante el acto litúrgico.
Helena era humilde, sencilla, trabajadora, muy alegre. Durante el primer año de noviciado vivió la experiencia de la “noche oscura”. Hacia mediados de 1930 y después de haber pasado por casi todas las casas de la Orden, llegó al convento de Płock. En febrero de 1931 recibió la primera revelación.
En ella Cristo le pedía: “Pinta una imagen según el modelo que ves, y firma: ‘Jesús, en Ti confío’. Deseo que esta imagen sea venerada primero en su capilla y [luego] en el mundo entero”. Esta imagen fue realizada en 1935 por Eugene Kazimierowski siguiendo sus indicaciones. Es venerada en Ostra Brama, Vilma, aunque la más conocida es obra de Adolf Hyla, que la pintó en 1943 en agradecimiento por haber preservado a su familia de la guerra.
Progresivamente, y en sucesivas manifestaciones, Cristo confiaba a Helena la devoción y ejercicio de la virtud de la misericordia: “Debes mostrar misericordia al prójimo siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo, ni excusarte, ni justificarte. Te doy tres formas de ejercer misericordia al prójimo: la primera, la acción; la segunda, la palabra; la tercera, la oración.
En estas tres formas está contenida la plenitud de la misericordia y es el testimonio irrefutable del amor hacia Mí”. En una ocasión, después de atender a un enfermo de gravedad, el Redentor le dijo: “Hija mía, me has dado una alegría más grande haciéndome este favor que si hubieras rezado mucho tiempo”. Ella respondió: “Si no te he atendido a Ti, oh, Jesús mío, sino a este enfermo”. Cristo corroboró el alcance de esa virtud: “Sí, hija mía, cualquier cosa que haces al prójimo me la haces a Mí”.
Estas revelaciones fueron marcando su vida mística, sellada por profunda aflicción: “Experimento un terrible dolor cuando veo los sufrimientos del prójimo. Todos los dolores del prójimo repercuten en mi corazón, llevo en mi corazón sus angustias de tal modo que me agotan incluso físicamente. Quisiera que todos los dolores cayesen sobre mí para llevar alivio al prójimo”. En medio de ello, Cristo la consolaba.
Su director espiritual el beato Miguel Sopoćko fue de inmensa ayuda para dilucidar cuánto había de verdad en sus experiencias místicas, y qué debía hacer respecto a la fundación de una nueva Congregación como había percibido. En una de las locuciones Cristo le comunicó su deseo de que instaurase una Fiesta dedicada a la Divina Misericordia.
Helena impulsó esta devoción que contiene la “Coronilla a la Divina Misericordia”, oración que Él mismo le dictó, haciéndole saber que quien la rezara recibiría gran misericordia en el momento de la muerte, entre otras gracias.
Mientras, su vida iba deteriorándose paulatinamente con lesiones diversas. La tuberculosis atacó sus pulmones y estómago. Y murió en Łagiewniki, Cracovia, el 5 de octubre de 1938. Había sido agraciada con numerosos carismas. Juan Pablo II la beatificó el 18 de abril de 1993, y la canonizó el 30 de abril de 2000. Determinó también que la Fiesta de la Divina Misericordia se celebre el primer domingo después de la Pascua de Resurrección.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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