Gran parte de la vida de Simón aparece envuelta en conjeturas. La primera referencia que ofrece algo de luz al respecto la proporciona un dominico, Gerardo de Fraschetom, contemporáneo de Simón fallecido en 1271. Otra reseña pertenece a 1430. Pero ambas aluden al santo con cierta penumbra, sin visos de estricta credibilidad.
Respecto a la fecha de nacimiento, en diversos textos, que seguramente adolecen de la contrastación correspondiente, se fija la de 1165. Pero si fuese así, al asumir el oficio de general de la Orden en 1247 –hecho corroborado– tendría 82 años, algo improbable siendo que algunos aseguran que estuvo al frente de la misma veinte años.
Más inverosímil cuando otros advierten que fueron cincuenta. Además, es impensable que a esta edad recorriera apostólicamente diversos países como algunos han asegurado. Por otro lado, no se puede atribuir su apellido Stock a que morase en un tronco, significado del término inglés “stock”.
De sus padres, infancia y demás no consta información. No se duda de que nació en Kent, Inglaterra, y está ratificada su relevancia en la Orden carmelita. Se acepta la tradición que le atribuye la aparición de María, así como la imposición del santo escapulario del Carmen. Hay quien lo ha situado en Roma como predicador itinerante y de allí partiría a Tierra Santa donde permaneció afincado un tiempo.
Seguramente, al participar en las Cruzadas sería un hombre de cierto vigor, y estaría lleno de los ideales que impulsaron a tantos otros a luchar para defender la fe frente a sus enemigos. Siguiendo los datos cruciales aportados por sus hermanos de religión, se sabe que al encontrarse con los primeros integrantes de la Orden carmelita, que estaba naciendo en el corazón del yermo en los Santos Lugares, se vinculó a ellos hasta que la invasión de los sarracenos afectó de lleno a las comunidades primigenias que se vieron obligadas a abandonar la zona y a dispersarse por tierras lejanas.
Simón formó parte de los que regresaron a Europa y se afincó en Kent. Después, las virtudes que le adornaron hicieron que en 1247 en el capítulo general de los carmelitas, celebrado en Aylesford, Inglaterra, fuese elegido general, el sexto, como sucesor de Alan.
Las fuentes, que indudablemente han de ser fidedignas porque son de sus contemporáneos, proporcionan datos que permiten configurar con rigor y cercanía lo que fue de su vida desde este momento en el que lo designaron para regir los caminos de todos. Su gobierno fue pródigo en bendiciones espirituales y apostólicas.
Y es que en esta misión demostró gran energía. Su incesante actividad, fijando los pilares de la Orden (aprobada en 1274 por el concilio de Lyon), y velando por su extensión, así lo avalan. A él se debe un cambio estructural en la misma que de ser eremítica pasó a convertirse en cenobítica y mendicante. Fue su impulsor en Europa. Además, con la venia de Inocencio IV, modificó la regla de san Alberto, mitigándola.
Partidario de la vida activa, sin dejar la contemplación, Simón tuvo el acierto de abrir casas en puntos neurálgicos culturales: Cambridge, Oxford, París, Bolonia…, favoreciendo la formación universitaria de los miembros más jóvenes y el aumento de vocaciones que llevaba anexa.
Pero también propagó la fundación por Chipre, Mesina, Marsella, York, Nápoles, entre otras ciudades. Ahora bien, esta acción que podemos valorar positivamente en estos momentos, no fue bien acogida por una parte de los carmelitas. Tenía gran peso el hecho de que las constituciones que se redactaron en esa época hubiesen sido aprobadas por Inocencio IV en 1247.
Pero tres años más tarde sus integrantes, que gozaban de las bendiciones de este pontífice que les había defendido, suscitaron recelos y enconada envidia en estamentos eclesiales de distintos países. Entre el descontento interno y la resistencia a la expansión de la Orden por parte de aquéllos, se creó una difícil situación que acarreó a Simón muchos sufrimientos. Y como su devoción por la Virgen María estaba por encima de todo, a Ella acudía diariamente buscando su amparo.
El 16 de julio de 1251 –extremo este de la fecha no constatado, aunque es el más extendido– hallándose en oración en Cambridge, se le apareció María acompañada de una multitud de ángeles. Portaba en sus manos el escapulario que le entregó, diciéndole: “Este será privilegio para ti y todos los carmelitas; quien muriere con él no padecerá el fuego eterno; es decir, el que con él muriese se salvará”.
Así está consignado en el catálogo de los santos de la Orden. En el siglo XIII Guillermo de Sandwich O.C. se hizo eco en su “Crónica” de esta aparición, momento también en el que la Virgen le prometió la ayuda del Papa.
Hacia 1430 Johannes Grossi en su “Viridarium” dio cuenta del hecho, posteriormente documentado en 1642 con un escrito dictado por el propio Simón a su confesor, secretario y amigo Peter Swanyngton. Además, ahí está la innegable fuerza de la tradición que lo ha mantenido vivo, acrecentando la devoción al santo escapulario, que ha sido secundada por diversos pontífices a través de varias indulgencias.
Esta piedad recogida en la liturgia carmelita consta de dos hermosas composiciones dedicadas a María, cuya autoría se atribuye a Simón: “Flos Carmeli” y “Ave Stella Matutina”, símbolo de su amor a la Madre de Dios. El santo, conocido como “el amado de María”, murió hacia 1265 en Bordeaux, Francia –algunos establecen la fecha como el 16 de mayo de ese año– mientras se hallaba de visita en la provincia de Vasconia. En 1951 sus restos se trasladaron al convento de Aylesford de Kent.
En el siglo XVI la Orden insertó su culto en su calendario litúrgico, incluida en la reforma del mismo emprendida tras el Concilio Vaticano II. En 1983 Juan Pablo II lo denominó “El santo del escapulario”.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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