Giovanni B. Montini nació en Concesio, localidad cercana a Brescia, Italia, el 26 de septiembre de 1897. Su padre Giorgio, de gran influjo en su vida, era abogado y periodista, y estaba implicado en la política. Su madre, Giuditta, comprometida en acciones sociales, pertenecía a la Acción católica.
Fue un niño de frágil salud, sensible, tímido y juguetón, el mediano de tres varones que crecieron rodeados de cariño y de grandes valores espirituales. Muy pequeño escribió: “Mamá, seré siempre bueno, valiente y obediente; rezo a Dios por ti y quiero ser tu consuelo”. Su familia fue un gran pilar para él.
Ingresó en el Seminario de Brescia a los 19 años, pero su delicada salud le obligó a estudiar como alumno externo. Fue ordenado en 1920 y partió a Roma para proseguir formándose. Tenía dotes diplomáticas y dos años más tarde se integró en la Secretaría de Estado.
En 1923 lo nombraron secretario del nuncio de Varsovia, misión que su escasa salud le impidió culminar, y al regresar a Roma nuevamente volvió a la Secretaría de Estado, una responsabilidad que no deseaba para sí. En 1931 se ocupó de la cátedra de Historia Diplomática en la Academia Diplomática y fue asistente del futuro papa Pío XII, quien sucesivamente lo nombró director de asuntos eclesiásticos internos, prosecretario de Estado y arzobispo de Milán. En 1958 Juan XXIII lo ascendió al cardenalato y le eligió como asistente.
En estos años había configurado una recia personalidad, muy alejada de la tristeza e incertidumbre que a veces se le achacó. A su excelente formación filosófico-teológica se unía su interés por la poesía y las artes plásticas, la literatura, novela, ensayo, teatro…; era un gran lector y buen conocedor del pensamiento francés.
Admiraba a Vito Fornari y a J. Henri Newman. Sus preferidos eran Pascal y Bernanos. Había difundido la cultura cristiana a través de publicaciones diversas, como la revista Studium, y había sido traductor de algunas obras. Estuvo directamente implicado en situaciones dramáticas; convivió con refugiados y presos de guerra a quienes ayudó: “Yo he sentido el doloroso problema de los refugiados; yo he sufrido la angustia de tantos seres desarraigados… ”.
Personas cercanas a él perdieron la vida combatiendo en el frente: “La guerra hace del mundo un sepulcro destapado”. Conocía los problemas de los obreros y estaba al tanto de las sombras que internamente poblaban la Iglesia. Había experimentado instantes de soledad: “Atravieso días de tensión, en los que temo no saber conservar la calma ni responder a las crecientes llamadas de tantas, menudas, exigentes ocupaciones. Con frecuencia esto me pone triste y no siempre soy cortés… Mucho que hacer y pocos colaboradores”, confió humildemente a sus padres en 1942.
Como Pastor de Milán había luchado por revitalizar el espíritu religioso y salido en busca de los alejados de la fe. Añadía la experiencia acumulada en los distintos viajes que había efectuado sumándose a la visión que le proporcionaba el Concilio Vaticano II. Así, cuando a sus 66 años el 21 de junio de 1963 fue elegido pontífice, pudo trazar un programa de acción en el que estaban presentes la paz y solidaridad sociales, la unidad de los cristianos y el diálogo con los no creyentes.
En la Ecclesiam suam dejó claro por donde quería llevar la barca. Un itinerario con tres frentes: espiritual, moral y apostólico. Presente en ellos la conciencia, la renovación y el diálogo, los grandes capítulos de la encíclica.
A la muerte de Juan XXIII manifestó: “No miremos hacia atrás, no le miremos a él, sino al horizonte que él ha abierto delante del camino de la Iglesia y de la historia…”. Y con esta visión el flamante pontífice asumía la grave responsabilidad que recaía sobre él, rubricando en la intimidad ese instante de su elección hecho un mar de lágrimas.
De inmediato tomó las riendas del Concilio y llevó a buen puerto la herencia que el “Papa bueno” le dejó. Su gobierno pontifical no fue fácil. Lo intuyó al ser elegido: “la predicción de Cristo hacia Pedro (‘Otro te ceñirá’) era un presagio de martirio, de dolor y de sangre…”. En 1972 manifestó: “Tengo la sensación de que por cualquier grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Ahí está la duda, la problemática, la inquietud, la insatisfacción, la confrontación”.
Debió contrarrestar fuertes respuestas de grupos tradicionalistas contrarios a las directrices emanadas del Concilio. Hubo disensiones, críticas feroces, sobre todo tras la publicación del Credo del Pueblo de Dios y de la Humanae vitae. En un momento dado se barajó su dimisión, pero se mantuvo firme.
Defendió la verdad incansablemente y, entre otras acciones, renovó y modernizó la Iglesia, logró que los fieles colaborasen más activamente en la vida de la misma, contribuyó a la reestructuración de las instituciones vaticanas, prosiguió impulsando el diálogo ecuménico, visitó todos los continentes, y legó al mundo grandes encíclicas, como la Populorum progressio y la Evangelii Nuntiandi o la citada Humanae vitae. En 1975 publicó la exhortación apostólica Gaudete in Domino, señal de que la alegría anidaba en su corazón.
En abril de 1978 sufrió visiblemente por el secuestro y asesinato de su amigo, el político Aldo Moro. Su salud no era buena, y puede que este hecho contribuyera a minarla. Meditaba: “¿Quién soy? ¿Qué queda de mí? ¿ dónde voy?… Creo, Señor. Se acerca la hora… He amado a la Iglesia… Pero desearía que la Iglesia lo supiera, y que yo tuviese, a fuerza de decirlo, como una confidencia del corazón…”.
Y su corazón se detuvo el 6 de agosto de 1978, festividad de la Transfiguración. Juan Pablo II alabó “su prudencia y valentía, así como su constancia y paciencia en el difícil período posconciliar de su pontificado”; dijo que supo “conservar una tranquilidad y un equilibrio providencial incluso en los momentos más críticos…”. El papa Francisco lo beatificó el 19 de octubre de 2014. Este mismo pontífice lo canonizó el 14 de octubre de 2018.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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